Entrevista a Daniel Rojas Pachas en medio de prensa de México (Cinosargo Ediciones y participación en FIL Guadalajara 2023)
Entrevista a Daniel Rojas Pachas en medio de prensa de México (Cinosargo Ediciones y participación en FIL Guadalajara 2023)
Entrevista a Daniel Rojas Pachas en medio de prensa de México (Cinosargo Ediciones y participación en FIL Guadalajara 2023)
Poemas de Daniel Rojas Pachas de su libro 'Mecanismo destinado al simulacro' leídos por Rolando Revagliatti
Consultar la versión digital del libro aquí
xx
K en una escena que no deja de estar cargada con convenciones del género negro, un detective abatido camina por una calle oscura, rememora a la mujer perdida y se topa con una proyección inmensa y púrpura de Joi, lo cual remitiéndonos al film noir podría hacernos pensar en una digresión, de cualquier modo, se trata de otro aviso publicitario que parece sólo hablarle a él y le indica que cumplirá todos sus deseos, tal como Joi le prometía a diario.
El encanto se rompe cuando esta le dice Joe, pero no refiriéndose al nombre que su Joi le dio, sino que pronuncia Joe, como quien dice fulano. Otro código de la programación, otro lugar común. En ese punto K reconoce que el único acto que puede reivindicar su vitalismo y hacerlo único e irrepetible, es sacrificarse por otro, ayudar a Deckard e ir fuera de sí en un movimiento exotópico y empático y ser parte de algo más grande, pero no necesariamente por provenir de ello, sino porque su voluntad puede intervenir la historia, modificar las circunstancias, el curso de las cosas y dar un vuelco al futuro. Benjamin cierra su texto Pequeña historia de la fotografía con la siguiente frase:
“No el que ignore la escritura, sino el que ignore la fotografía, se ha dicho, será el analfabeto del futuro. ¿Pero es que no es menos analfabeto un fotógrafo que no sabe leer sus propias imágenes?».
Esta advertencia del alemán nos da a entender que bajo todo discurso, debajo de las ideas que nos permiten pensar, interpretar, comunicar la realidad y que creemos tan originales, propias y emitidas con plena libertad, subyace un lenguaje propio del medio y mecanismo que reproduce y da resolución, formato y forma al contenido.
La inteligencia de la máquina o lo que Flusser llama “juguetes que simulan el pensamiento”, eso que la cámara y la imagen entraña si pensamos en la fotografía, me refiero, no necesariamente a la destreza, el talento o la autonomía del artista, atribuible por completo al sujeto, sino que a todo una gramática previa, un léxico, el sentimiento de una época, las condicionantes del medio, sustratos que emergen, formatos, códigos y las constantes técnicas que incluso superan el ojo humano que capta y retorna fenómenos que abruman nuestros sentidos, nuestros filtros con la realidad. Vilèm Flusser denuncia una sociedad de autómatas:
«Las imágenes tienen la finalidad de hacer que el mundo sea accesible e imaginable para el hombre. Pero, aunque así sucede, ellas mismas se interponen entre el hombre y el mundo; pretenden ser mapas y se convierten en pantallas. En vez de presentar el mundo al hombre, lo representan; se colocan en lugar del mundo a tal grado que el hombre vive en función de las imágenes que él mismo ha producido».
Es nuestra tarea encontrar un camino, para salir de esas rutas trazadas de antemano, esos pasajes que como la memoria están allí insertados para conducirnos a acciones que pensamos son las correctas, y que creemos son esas las razones por las cuales debemos luchar y construir una verdad. Tal como ocurre en la escena final de Blade Runner, Roy Batty en una posición de ventaja podría haber dejado morir a Deckard, su persecutor, pero va más allá de lo que se espera de él, se rebela a su programación y tiene una conducta, no humana, sino vitalista, que además da cuenta que no importa tenga un pasado, un origen y una cadena de ascendencia o una programación.
Texto completo: https://www.cineyliteratura.cl/walter-benjamin-y-blade-runner-todos-esos-momentos-se-perderan-en-el-tiempo/
Comparto mi crítica número 86 del canal. Un video dedicado al teatro de Egon Wolff. Mi comentario se enfoca en los Invasores, una obra del 63, cuyo primer montaje estuvo a cargo de Víctor Jara. Una pieza que sigue vigente y que transita con violencia desde el examen sociológico a lo inquietante, grotesco y absurdo. Una atmósfera onírica y apocalíptica creada por un autor que ojalá fuera leído con mayor atención.
Mira qué contentos
parecen estos tipos. Están en Londres y acaban de realizar una lectura en una
sala abarrotada del Nacional Poetry Centre. A los críticos
les ha dado por decir que los tres forman parte del “Realismo Sucio”. Pero
Ford, Wolff y Carver
no se lo toman en serio. Les hace gracia y hacen
bromas sobre ello, como sobre tantas otras cosas. No se sienten parte de ningún
grupo.
Es verdad que son
amigos. También es verdad que comparten intereses comunes, conocen a la misma
gente y a veces publican en las mismas revistas. Pero no se ven como
abanderados de movimiento alguno. Son amigos y escritores que se lo pasan bien
juntos, contándose sus cosas. Saben que la suerte juega su papel y se sienten
afortunados, pero también son tan vanidosos como los demás escritores y creen
que merecen todo lo bueno que les venga (aunque ocurre tan pocas veces que se
sorprenden cuando les toca). Han escrito novelas, libros de relatos cortos y de
poemas, ensayos, artículos, obras de teatro y crítica. Su trabajo y sus
personalidades varían tanto como la brisa del mar. Esas diferencias, sin olvidar
lo que comparten, les hacen ser tan amigos.
La razón por la cual
están en Londres y no vuelven a sus casas en Siracusa, Nueva York (Wolff), Coahoma,
Mississippi (Ford) y Port Angeles, Washington
(Carver) es que los tres están a punto de publicar
en Inglaterra. Libros que no tienen mucho en común (me parece a mí), pero que
intentan aportar algo. Seguiría pensando así aunque dejáramos de ser amigos,
lo cual espero que no ocurra.
Me emociono ante esta
foto tomada hace tres años. Al mirarla, me gusta pensar que la amistad es
imperecedera. Así es, al menos hasta ahora. Lo que está claro en la foto es que
se divierten juntos. Lo único que están pensando es cuándo terminará el
fotógrafo para poder charlar y pasar juntos un buen rato. Tienen planes para esa
tarde. No desean que pase el tiempo. No tienen ningún interés en que llegue la
noche y que las cosas vayan decayendo con la fatiga. La verdad es que hace
tiempo que no se ven, por eso se lo quieren pasar bien, como buenos amigos. Les
gustaría que las cosas siguieran así siempre. Hasta el final.
Ese final es la muerte.
En la foto ese pensamiento está muy lejos, pero no tanto cuando están a solas.
Las cosas se acaban. Llega el final. La gente deja de vivir. El azar hará que
dos de los tres amigos de la foto se queden mirando fijamente los restos
mortales
—restos— del otro cuando llegue el momento. Es terrible pensarlo,
ya lo sé, pero la única posibilidad que tienes de no asistir al entierro de
tus amigos es que ellos asistan al tuyo.
Quiero dejar de pensar
cosas tristes sobre la amistad, que en parte se parece a otro sueño compartido
como es el matrimonio, en el que los integrantes tienen que creérselo y poner
en ello toda su confianza. Confiar en que durará siempre.
Con la amistad pasa lo
mismo que con el amor: recuerdas cuándo y dónde os conocisteis. Me presentaron
a Richard Ford en Dallas, en el vestíbulo del Hotel Milton, rodeados de unos cuantos escritores. Un amigo común, el poeta Michael Ryan, nos había invitado a unas jornadas literarias en la Southern Methodist University. Hasta el día en que subí al avión en San Francisco no sabía si sería
capaz de volar. Me disponía a salir de la cueva por primera vez tras dejar la
bebida. Estaba sobrio pero temblando.
Sin embargo, Ford
transmitía seguridad. Elegante en el porte, en la ropa, incluso en su forma
pausada y educada de hablar con acento sureño. Le miré de arriba abajo,
imagino. Puede que incluso haya deseado ser como él por tener las cosas tan
claras. Su novela Un trozo de mi corazón me había encantado y me
alegró tener la oportunidad de decírselo. El también se mostró entusiasmado con
mis relatos. Queríamos charlar un poco más pero era tarde y teníamos que irnos.
Nos dimos la mano de nuevo a modo de despedida. A la mañana siguiente, bien
temprano, nos encontramos en el restaurante del hotel y compartimos mesa.
Recuerdo que Richard pidió tostadas, jamón, cereales y zumo. Decía: “Sí,
madame”, “No, madame” o “Gracias, madame” a la camarera. Me gustaba su forma
de hablar. Me dio a probar sus cereales. Hablamos de muchas cosas en aquel
desayuno, como si nos conociéramos desde siempre.
Pasamos juntos todo el
tiempo que pudimos el resto de los días. Al despedirnos, me invitó a visitarle
en Princeton,
donde vivía con su mujer. Pensé que mis
posibilidades de ir a Princeton
eran más bien escasas, por decirlo suavemente. Pero
le dije que lo intentaría. Supe que acababa de hacer un amigo, un buen amigo.
El tipo de amigo por el que te desviarías de tu camino.
Dos meses después, en
enero de 1978,
me encontraba en Plainfield, Vermont, en el campus
del Goddard College. Toby Wolff estaba allí con
la misma ansiedad y mirada asustada que debía tener yo. Su habitación
(parecían celdas, más bien) estaba al lado de la mía en unos malditos
barracones que antes habían ocupado unos chicos de familias ricas que buscaban
una educación alternativa a la convencional del college. Allí estábamos Toby
y
yo pensando en volver a casa y dar las clases por correo. Dos semanas por
delante. Hacía treinta y seis grados bajo cero. Había ocho pulgadas de nieve y
Plainfield era el sitio más frío del país.
A nadie podía
extrañarle tanto verse en el Goddard College de
Vermont en pleno enero como a Toby y a mí. Toby estaba allí supliendo la baja de última hora de un escritor que le
había recomendado para sustituirle. Ellen Voigt, la
directora del programa, no sólo invitó a Toby sin
haberlo visto en la vida sino que, milagro de milagros, le dio una oportunidad
a un alcohólico en la primera fase de su rehabilitación.
Las dos primeras noches
Toby no pudo dormir. Tenía insomnio pero se reía de sí mismo. En cierto
modo era aún más vulnerable que yo, y eso es decir mucho. Estábamos rodeados de
escritores y miembros de la facultad, algunos muy prestigiosos. Toby aún no había publicado su primer libro, tan sólo varios relatos en
diversas revistas literarias. Yo había publicado un libro, un par de ellos a
decir verdad, pero hacía tiempo que no escribía nada y no me sentía escritor.
Recuerdo que me desperté a las cinco de la mañana lleno de ansiedad, y me encontré
a Toby en la cocina comiéndose un sándwich con un vaso de leche. Parecía
alicaído, como si no hubiera dormido desde hace días. Cosa que era cierta. Nos
vino bien hacernos compañía. Preparé un colacao para los dos y empezamos a
charlar con la sensación de estar viviendo un momento importante. Aún estaba
oscuro y oíamos el chasquido de los árboles afuera. Por la ventana que estaba
encima del fregadero veíamos las luces a lo lejos, hacia el norte.
Pasamos como pudimos el
resto de los días. Dimos juntos una clase sobre Chéjov y nos reímos un montón.
Parecía que estábamos tocando fondo, pero sentíamos que la suerte estaba
empezando a cambiar. Toby me dijo que no dejara de ir a
visitarlo cuando pasara por Phoenix. Claro, le respondí. Seguro. Le
comenté que me había encontrado con Richard Ford no hacía mucho y me dijo que
Richard era un buen amigo de Geoffrey, su hermano, con quien trabé amistad
un año después o así. La cadena, una vez más.
En 1980, Richard y Toby
se hicieron amigos. Me gusta que mis amigos se
conozcan por su cuenta, que se cojan afecto y empiecen su propia amistad. Todo
eso me parece muy enriquecedor, pero recuerdo las reservas de Richard antes de
conocer a
Toby: “Seguro que es un buen tipo, pero no
necesito más amigos en mi vida ahora. No puedo complacer a más,
apenas me queda tiempo para atender a los viejos amigos”.
Tuve dos vidas. La
primera finalizó en junio de 1977, cuando dejé de beber.
No he perdido muchos amigos desde entonces, sólo compañeros de parranda. Los
había perdido antes. Los había ido perdiendo de vista sin darme cuenta.
¿Elegiría, suponiendo
que tuviera que elegir, una vida de pobreza y enfermedades si fuera el único
modo de conservar los amigos que tengo? No. ¿Dejaría mi sitio en el bote salvavidas
y me enfrentaría a la muerte por alguno de mis amigos? No, sin heroísmos.
Tampoco lo harían ellos por mí y no querría lo contrario. Nos comprendemos
bien. En parte somos amigos porque comprendemos eso. Nos queremos, pero nos
queremos a nosotros mismos un poco más.
Mira la foto de nuevo.
Nos sentimos bien, nos gusta ser escritores. No querríamos ser otra cosa,
aunque también lo hemos sido en algún momento de nuestra vida. Estamos muy
satisfechos de que las cosas hayan sido así y nos hayan llevado hasta aquí. Nos
lo estamos pasando bien, como ves. Somos amigos. Y se supone que los amigos se
lo pasan bien cuando están juntos.
Granta, nº 25,
otoño
de 1988.
Patagonia: El último lugar del mapa por Roberto Bolaño
El Mundo, Viaje, España. 02.11.2001
Durante mucho tiempo, primero en el imaginario sudamericano y luego en el de algunos europeos y norteamericanos, en parte debido a los libros de ciertos viajeros meticulosos, sobre todo ingleses, sobre todo Chatwin, la Patagonia fue algo semejante a lo que ha sido y sigue siendo el vasto y movedizo territorio de la frontera mexicano-norteamericano. En vez de desierto, pampa; en lugar de pueblos dormidos al sol, caseríos batidos por el viento y por las lluvias australes; en vez de una masa de gente extraña que entona canciones extrañas, unos pocos habitantes y un silencio casi ininterrumpido. En cualquier caso, tanto la frontera mexicana como las provincias que conforman el territorio de la Patagonia constituían, junto con la selva, el último lugar, el lugar sagrado del individuo, el sitio adonde se va únicamente a morir o a dejar que el tiempo pase, que viene a ser casi lo mismo. La selva, tal vez por la profusión de mosquitos y por las enfermedades inherentes, ha pasado de moda: los viajeros, incluso los viajeros terminales, quieren morir pero quieren morir en paz, es decir quieren morir mecidos y arrullados por una estética determinada que excluye, demás está decirlo, el dengue, las fiebres, las molestas picadas y las, aún más molestas, diarreas. La frontera y la Patagonia, en este sentido, exhiben ofertas inmejorables: tequila, cocaína y mujeres en la frontera norte; mate, buena carne a la brasa y unas temperaturas dignas de cualquier filósofo escolástico en el extremo sur. Uno va a la Patagonia, pero también uno huye a la Patagonia. La literatura sobre este tipo de huidas no solo es anglosajona. El protagonista de Sobre héroes y tumbas, de Ernesto Sábato, al final de la novela, cuando todos los sueños han caído y parece abocado a la destrucción, decide subirse a un camión y emprender el viaje al sur. Otros escritores han seguido la indicación de Sábato.
De hecho, el viaje a la Patagonia ya hace tiempo que trascendió los márgenes de la literatura. Hay cuadros en donde los pintores, con más buena voluntad que oficio, ofrecen sus visiones del llano, de los glaciares, de la tierra desocupada. Hay piezas musicales en donde la palabra Patagonia rima con Celedonia. Incluso hay una película, de cuyo director no recuerdo el nombre, pero interpretada por Daniel Day Lewis, que cuenta la historia de un dentista —no sé si inglés o canadiense— que viaja por la Patagonia en moto en una cruzada personal contra las caries.
Durante un cierto tiempo la Patagonia reemplazó al trópico en la provisión de paisajes adaptables al realismo mágico. E incluso, según recuerdo, hubo una propuesta, de esto ya hace mucho, de ceder no sé si a la Sociedad de Naciones o a las Naciones Unidas [creo que a la primera] una porción considerable de territorio desocupado para instalar allí una república judía o, tal vez, una patria para un pueblo asiático errante, probablemente refugiados chinos huidos de la agresión japonesa, propuesta que indignó a los argentinos de la época y que, de haber progresado, constituiría hoy, sin duda, el país más civilizado y próspero de toda Sudamérica.
Raíz nominal
¿De dónde viene el nombre de Patagonia? Pues de sus primitivos pobladores, los patagones, quienes fueron descritos por los descubridores españoles como gigantes, añadiendo que estos gigantes, además, tenían unos pies enormes, mayores que los de cualquier europeo, algo no del todo absurdo si previamente se ha dicho que son gigantes. Los primeros en verlos (y se dice que no solo los primeros, sino también los últimos) fueron los bravos marinos de Magallanes, empeñados en dar la vuelta al mundo, algo que finalmente y tras muchas penalidades consiguieron, dejando tras de sí más de la mitad de la tripulación muerta por enfermedades, falta de comida y de agua, e insolaciones varias. Un cronista del viaje, el italiano Pigafetta, los describe de tres metros de altura. Probablemente exageraba. En el siglo XIX, viajeros menos imaginativos afirman haber visto patagones de dos metros. Hoy, los pocos que quedan no miden más de un metro sesenta.
La frontera de la Patagonia no es algo que todo el mundo, menos aún los argentinos, sepa especificar con total nitidez. Según el novelista Rodrigo Fresán, a quien le hice la pregunta, la Patagonia empieza al cruzar el Río Negro. Por su parte, algunos choferes de autobuses porteños que hacen la ruta sur, la Patagonia empieza justo al acabar la provincia de Buenos Aires. Según una amiga argentina la Patagonia empieza en la provincia de Chubut, bastante más al sur de lo que el común de la gente cree. Según otra amiga argentina la Patagonia no existe. Pensaba hacerle la misma pregunta a Alan Pauls, uno de mis escritores argentinos favoritos, pero me dio miedo.
Línea fronteriza
Lo que sí está fuera de discusión es que la Patagonia es enorme y que, a su manera, está llena de fantasmas. Visitar toda la región no está al alcance de cualquiera, en parte debido a que la Argentina no es barata y en parte a lo extenso del territorio, que exige por lo menos seis meses para recorrer, ya sea de forma superficial, aquello que los guías turísticos llaman sorpresas.
Por ejemplo, Neuquén. La provincia de Neuquén es no solo la única provincia patagónica sin salida al mar, pero fronteriza con Chile, lo que la convierte en una especie de Bolivia en el imaginario geoestratégico de los militares chilenos, tan prusianos ellos. Neuquén es como Jurassic Park, la patria perdida de los dinosaurios de Sudamérica. Allí uno se topa con tiranosaurios y pterodáctilos en cada esquina. Los estancieros de Neuquén ya no hablan de cabezas de ganado sino de velociraptors. Las romerías de paleontólogos son notables en los meses de primavera y verano.
El turista generalmente se desplaza en avión y hace bien. Pero lo más recomendable para viajar a la Patagonia es hacerlo pidiendo autostop. Digamos, uno puede viajar en autobús hasta Choele Choel o en avión hasta Bahía Blanca, pero a partir de ese momento hacer autostop. Así, al menos, viajaron los argentinos pobres de la década de los sesenta que no pudieron hacerlo a Europa y así viajan todavía algunos indios patagones cuya curiosidad o alguna diligencia inaplazable los llevó a la capital o a esa ciudad siniestra que Bioy ponderó en su ancianidad, llamada La Plata. Desde Choele Choel el viajero suele hacerse una pregunta crucial: ¿adónde voy? Para internarse en la Patagonia hay dos rutas que ofrecen dos paisajes bien distintos. O uno va hacia Bariloche o uno va hacia Puerto Madryn. En Bariloche lo que el desprevenido turista encontrará será la cordillera de los Andes y una legión de esquiadores, fanáticos de la nieve con la piel perfectamente bronceada y graves problemas de orden psicológico y sexual que se alojan en el hotel Llao-Llao, un establecimiento de los años 40 con un vago aire a hotel de aguas termales. En Puerto Madryn, por contra, verá el océano Atlántico, que en esas latitudes tiene un color (aunque esto depende de la fecha, claro) decididamente horroroso, como de animal o pellejo de animal descompuesto, como de curtiduría abandonada, aunque el mar, como siempre, huele bien. Y desde allí uno puede visitar la península Valdés, que cierra por el norte el golfo Nuevo, o, aún mejor, salir de Puerto Madryn y dirigirse a Trelew y a Rawson, que están muy cerca y en donde se puede escuchar de madrugada, si uno se encarama a cierta roca en el campo llamada «La roca de Yanquetruz», los gritos que trae el viento de ambas ciudades y que vagamente hablan de jóvenes reclutas, de jóvenes prisioneros, de mareos y de piaras de cerdos.
Cruce de caminos
Después de escuchar esto lo mejor es largarse en el primer autobús de Trelew y también de Rawson. Aquí al infatigable viajero, sin embargo, se le presenta otra disyuntiva. O coger la ruta hacia el oeste, hacia la cordillera, hacia Trevelín y Esquel, y visitar Leleque y El Maitén, los pueblos cordilleranos de la provincia de Chubut, pasando por el Parque Nacional de Los Alerces o por el Parque Nacional del Lago Puelo e incluso, si el viajero es más curioso de lo usual, cruzando el Paso Cochamó y asomándose, sin saber muy bien por qué ni para qué, a Chile, o bien seguir la ruta hacia el sur, en dirección a Comodoro Rivadavia y hacia los Bosques Petrificados. Al sur de los Bosques Petrificados puede pasar cualquier cosa. La carretera que corre junto a las estribaciones cordilleranas y la carretera que corre junto al Atlántico ciñen un inmenso territorio intermedio, el último lugar, el territorio hacia donde se dirigen los patagones autoestopistas, cruzado de tanto en tanto por carreteras secundarias o por pistas de tierra que primero desalientan al viajero y luego lo extravían y finalmente lo llevan a una suerte de delirio místico que el hambre y la buena educación consiguen atenuar. Ambas carreteras confluyen en Río Gallegos, la última ciudad de la Patagonia. Más abajo, cruzando el estrecho de Magallanes, se encuentra la Tierra del Fuego argentina y chilena, pero eso ya es otra historia.
Unas pocas palabras para Enrique Lihn
Lunes 30 de septiembre de 2002
En mi adolescencia era lugar común hablar de Lihn y de Teillier como de dos opciones enfrentadas. Los muchachos sensibles, los que no querían envejecer (o los que querían envejecer de inmediato), preferían a Teillier. Los que estaban dispuestos a discutir la cuestión preferían a Lihn. No era esta la única de sus virtudes. Frecuentar su poesía es enfrentarse con una voz que lo cuestiona todo. Esa voz, sin embargo, no sale del infierno, ni de las profecías milenaristas, ni siquiera de un ego profético, sino que es la voz del ciudadano ilustrado, un ciudadano que espera llegar a la modernidad o que es resignadamente moderno. Un ciudadano que ha aprendido la lección de Parra, su maestro y compañero de travesuras, y que en ocasiones nos ofrece una visión latinoamericana refulgente y original. Todo el fulgor, sin embargo, en Lihn está tamizado por un ejercicio constante de la inteligencia.
¿Merecimos los chilenos tener a Lihn? Esta es una pregunta inútil que él jamás se hubiera permitido. Yo creo que lo merecimos. No mucho, no tanto, pero lo merecimos.
Esa lucidez, en los años setenta, le costará el estigma y el anatema de la izquierda dogmática y neostalinista que incluso llegará a acusarlo de connivencia con el pinochetismo. Esos mismos que entonces no levantaron la voz para defender a Reinaldo Arenas y que hoy se acomodan como putines en la nueva situación, intentaron borrarlo del mapa, deslegitimar una voz que por lo demás siempre se consideró a sí misma como voz bastarda, hija del imperioso azar y de la necesidad, que tiene cara de perro.
¿Merecimos los chilenos tener a Lihn? Esta es una pregunta inútil que él jamás se hubiera permitido. Yo creo que lo merecimos. No mucho, no tanto, pero lo merecimos, aunque sólo sea por las almas puras, por los príncipes idiotas y por los alegres analfabetos que el país produjo con extraña generosidad y que aún hoy, según cuentan los viajeros, sigue produciendo, aunque en cantidades más limitadas. Bajo cierta luz, Lihn también podría ser un príncipe idiota y un alegre analfabeto.
En el ejercicio de la poesía, a la que siempre le fue fiel, sólo hay un poeta en lengua española que se le pueda comparar, Jaime Gil de Biedma, aunque el abanico de registros de Lihn es mucho más amplio. En el ejercicio del ensayo, de la reseña, del manifiesto e incluso del libelo, no hubo en Chile escritor más certero ni más libre. En la narrativa no alcanzó las cotas de Donoso o de Edwards, aunque siempre quedará la sospecha de que en el fondo, como por los demás todos los grandes poetas de ese país, juzgaba el arte de crear ficciones como algo innecesario, algo que no le iba a salvar la vida. Sus cuentos, sin embargo, siguen vivos, como sigue viva “La orquesta de cristal”, libro mítico por inencontrable y al cual no me atrevo a llamar novela, aun pese a saber que si hay que llamarlo de alguna manera es la palabra novela la que más se acerca a ese libro misterioso. De hecho, hay dos prosistas en la generación del cincuenta que están por descubrir: Lihn y Giaconi.
Es extraño pensar en Lihn ahora, en Giaconi, en Parra, en Teillier, en Rodrigo Lira, en Gonzalo Rojas, en poetas como Maquieira y Bertoni, en narradores como Contreras y Collyer, resulta extraño pensar en ellos y en tantos más. Te queda la extraña sensación de que la literatura ha estado a la altura de la realidad. La famosa rea, la rea, la rea, la rea-li-dad.
Extraído de Roberto Bolaño, Entre paréntesis, 2004.
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