viernes, 18 de febrero de 2011

Fragmento de Crimen y Castigo de Fedor Dostoievski



Fragmento de Crimen y Castigo de Fedor Dostoievski


Minutos después, Raskolnikof abrió los ojos, contempló largamente la sopa y el té, cogió la cuchara y empezó a comer.

Dio tres o cuatro cucharadas, sin apetito, maquinalmente. Se le había calmado el dolor de cabeza. Cuando terminó de comer se echó de nuevo en el diván. Pero no pudo dormir y se quedó inmóvil, de bruces, con la cabeza hundida en la almohada. Soñaba, y su sueño era extraño. Se imaginaba estar en África, en Egipto... La caravana con la que iba se había detenido en un oasis. Los camellos estaban echados, descansando. Las palmeras que los rodeaban balanceaban sus tupidos penachos. Los viajeros se disponían a comer, pero Raskolnikof prefería beber agua de un riachuelo que corría cerca de él con un rumoreo cantarín. El aire era deliciosamente fresco. El agua, fría y de un azul maravilloso, corría sobre un lecho de piedras multicolores y arena blanca con reflejos dorados...

De súbito, las campanadas de un reloj resonaron claramente en su oído. Se estremeció, volvió a la realidad, levantó la cabeza y miró hacia la ventana. Entonces recobró por completo la lucidez y se levantó precipitadamente, como si lo arrancaran del diván. Se acercó a la puerta de puntillas, la entreabrió cautelosamente y aguzó el oído, tratando de percibir cualquier ruido que pudiera llegar de la escalera.

Su corazón latía con violencia. En la escalera reinaba la calma más absoluta; la casa entera parecía dormir... La idea de que había estado sumido desde el día anterior en un profundo sueño, sin haber hecho nada, sin haber preparado nada, le sorprendió: su proceder era absurdo, incomprensible. Sin duda, eran las campanadas de las seis las que acababa de ofr... Súbitamente, a su embotamiento y a su inercia sucedió una actividad extraordinaria, desatinada y febril. Sin embargo, los preparativos eran fáciles y no exigían mucho tiempo. Raskolnikof procuraba pensar en todo, no olvidarse de nada. Su corazón seguía latiendo con tal violencia, que dificultaba su respiración. Ante todo, había que preparar un nudo corredizo y coserlo en el forro del gabán. Trabajo de un minuto. Introdujo la mano debajo de la almohada, sacó la ropa interior que había puesto allí y eligió una camisa sucia y hecha jirones. Con varias tiras formó un cordón de unos cinco centímetros de ancho y treinta y cinco de largo. Lo dobló en dos, se quitó el gabán de verano, de un tejido de algodón tupido y sólido (el único sobretodo que tenla) y empezó a coser el extremo del cordón debajo del sobaco izquierdo. Sus manos temblaban. Sin embargo, su trabajo resultó tan perfecto, que cuando volvió a ponerse el gabán no se veía por la parte exterior el menor indicio de costura. El hilo y la aguja se los había procurado hacía tiempo y los guardaba, envueltos en un papel, en el cajón de su mesa. Aquel nudo corredizo, destinado a sostener el hacha, constituía un ingenioso detalle de su plan. No era cosa de ir por la calle con un hacha en la mano. Por otra parte, si se hubiese limitado a esconder el hacha debajo del gabán, sosteniéndola por fuera, se habría visto obligado a mantener continuamente la mano en el mismo sitio, lo cual habría llamado la atención. El nudo corredizo le permitía llevar colgada el hacha y recorrer así todo el camino, sin riesgo alguno de que se le cayera. Además, llevando la mano en el bolsillo del gabán, podría sujetar por un extremo el mango del hacha e impedir su balanceo. Dada la amplitud de la prenda, que era un verdadero saco, no había peligro de que desde el exterior se viera lo que estaba haciendo aquella mano.

Terminada esta operación, Raskolnikof introdujo los dedos en una pequeña hendidura que había entre el diván turco y el entarimado y extrajo un menudo objeto que desde hacía tiempo tenía allí escondido. No se trataba de ningún objeto de valor, sino simplemente de un trocito de madera pulida del tamaño de una pitillera. Lo había encontrado casualmente un día, durante uno de sus paseos, en un patio contiguo a un taller. Después le añadió una planchita de hierro, delgada y pulida de tamaño un poco menor, que también, y aquel mismo día, se había encontrado en la calle. Juntó ambas cosas, las ató firmemente con un hilo y las envolvió en un papel blanco, dando al paquetito el aspecto más elegante posible y procurando que las ligaduras no se pudieran deshacer sin dificultad. Así apartaría la atención de la vieja de su persona por unos instantes, y él podría aprovechar la ocasión. La planchita de hierro no tenía más misión que aumentar el peso del envoltorio, de modo que la usurera no pudiera sospechar, aunque sólo fuera por unos momentos, que la supuesta prenda de empeño era un simple trozo de madera. Raskolnikof lo había guardado todo debajo del diván, diciéndose que ya lo retiraría cuando lo necesitara.

Poco después oyó voces en el patio.

‑¡Ya son más de las seis!

‑¡Dios mío, cómo pasa el tiempo!

Corrió a la puerta, escuchó, cogió su sombrero y empezó a bajar la escalera cautelosamente, con paso silencioso, felino... Le faltaba la operación más importante: robar el hacha de la cocina. Hacía ya tiempo que había elegido el hacha como instrumento. Él tenía una especie de podadera, pero esta herramienta no le inspiraba confianza, y todavía desconfiaba más de sus fuerzas. Por eso había escogido definitivamente el hacha.

Respecto a estas resoluciones, hemos de observar un hecho sorprendente: a medida que se afirmaban, le parecían más absurdas y monstruosas. A pesar de la lucha espantosa que se estaba librando en su alma, Raskolnikof no podía admitir en modo alguno que sus proyectos llegaran a realizarse.

Es más, si todo hubiese quedado de pronto resuelto, si todas las dudas se hubiesen desvanecido y todas las dificultades se hubiesen allanado, él, seguramente, habría renunciado en el acto a su proyecto, por considerarlo disparatado, monstruoso. Pero quedaban aún infinidad de puntos por dilucidar, numerosos problemas por resolver. Procurarse el hacha era un detalle insignificante que no le inquietaba lo más mínimo. ¡Si todo fuera tan fácil! Al atardecer, Nastasia no estaba nunca en casa: o pasaba a la de algún vecino o bajaba a las tiendas. Y siempre se dejaba la puerta abierta. Estas ausencias eran la causa de las continuas amonestaciones que recibía de su dueña. Así, bastaría entrar silenciosamente en la cocina y coger el hacha; y después, una hora más tarde, cuando todo hubiera terminado, volver a dejarla en su sitio. Pero esto último tal vez no fuera tan fácil. Podía ocurrir que cuando él volviera y fuese a dejar el hacha en su sitio, Nastasia estuviera ya en la casa. Naturalmente, en este caso, él tendría que subir a su aposento y esperar una nueva ocasión. Pero ¿y si ella, entre tanto, advertía la desaparición del hacha y la buscaba primero y después empezaba a dar gritos? He aquí cómo nacen las sospechas o, cuando menos, cómo pueden nacer.

Sin embargo, esto no eran sino pequeños detalles en los que no quería pensar. Por otra parte, no tenía tiempo. Sólo pensaba en la esencia del asunto: los puntos secundarios los dejaba para el momento en que se dispusiera a obrar. Pero esto último le parecía completamente imposible. No concebía que pudiera dar por terminadas sus reflexiones, levantarse y dirigirse a aquella casa. Incluso en su reciente «ensayo» (es decir, la visita que había hecho a la vieja para efectuar un reconocimiento definitivo en el lugar de la acción) distó mucho de creer que obraba en serio. Se había dicho: «Vamos a ver. Hagamos un ensayo, en vez de limitarnos a dejar correr la imaginación.» Pero no había podido desempeñar su papel hasta el último momento: habíase indignado contra sí mismo. No obstante, parecía que desde el punto de vista moral se podía dar por resuelto el asunto. Su casuística, cortante como una navaja de afeitar, había segado todas las objeciones. Pero cuando ya no pudo encontrarlas dentro de él, en su espíritu, empezó a buscarlas fuera, con la obstinación propia de su esclavitud mental, deseoso de hallar un garfio que lo retuviera.

Los imprevistos y decisivos acontecimientos del día anterior lo gobernaban de un modo poco menos que automático. Era como si alguien le llevara de la mano y le arrastrara con una fuerza irresistible, ciega, sobrehumana; como si un pico de sus ropas hubiera quedado prendido en un engranaje y él sintiera que su propio cuerpo iba a ser atrapado por las ruedas dentadas.

Al principio ‑de esto hacía ya bastante tiempo‑, lo que más le preocupaba era el motivo de que todos los crímenes se descubrieran fácilmente, de que la pista del culpable se hallara sin ninguna dificultad. Raskolnikof llegó a diversas y curiosas conclusiones. Según él, la razón de todo ello estaba en la personalidad del criminal más que en la imposibilidad material de ocultar el crimen.

En el momento de cometer el crimen, el culpable estaba afectado de una pérdida de voluntad y raciocinio, a los que sustituía una especie de inconsciencia infantil, verdaderamente monstruosa, precisamente en el momento en que la prudencia y la cordura le eran más necesarias. Atribuía este eclipse del juicio y esta pérdida de la voluntad a una enfermedad que se desarrollaba lentamente, alcanzaba su máxima intensidad poco antes de la perpetración del crimen, se mantenía en un estado estacionario durante su ejecución y hasta algún tiempo después (el plazo dependía del individuo), y terminaba al fin, como terminan todas las enfermedades.

Raskolnikof se preguntaba si era esta enfermedad la que motivaba el crimen, o si el crimen, por su misma naturaleza, llevaba consigo fenómenos que se confundían con los síntomas patológicos. Pero era incapaz de resolver este problema.

Después de razonar de este modo, se dijo que él estaba a salvo de semejantes trastornos morbosos y que conservaría toda su inteligencia y toda su voluntad durante la ejecución del plan, por la sencilla razón de que este plan no era un crimen. No expondremos la serie de reflexiones que le Ilevaron a esta conclusión. Sólo diremos que las dificultades puramente materiales, el lado práctico del asunto, le preocupaba muy poco.

«Bastaría ‑se decía‑ que conserve toda mi fuerza de voluntad y toda mi lucidez en el momento de llevar la empresa a la práctica. Entonces es cuando habrá que analizar incluso los detalles más ínfimos.»

Pero este momento no llegaba nunca, por la sencilla razón de que Raskolnikof no se sentía capaz de tomar una resolución definitiva. Así, cuando sonó la hora de obrar, todo le pareció extraordinario, imprevisto como un producto del azar.

Antes de que terminara de bajar la escalera, ya le había desconcertado un detalle insignificante. Al llegar al rellano donde se hallaba la cocina de su patrona, cuya puerta estaba abierta como de costumbre, dirigió una mirada furtiva al interior y se preguntó si, aunque Nastasia estuviera ausente, no estaría en la cocina la patrona. Y aunque no estuviera en la cocina, sino en su habitación, ¿tendría la puerta bien cerrada? Si no era así, podría verle en el momento en que él cogía el hacha.

Tras estas conjeturas, se quedó petrificado al ver que Nastasia estaba en la cocina y, además, ocupada. Iba sacando ropa de un cesto y tendiéndola en una cuerda. Al aparecer Raskolnikof, la sirvienta se volvió y le siguió con la vista hasta que hubo desaparecido. Él pasó fingiendo no haberse dado cuenta de nada. No cabía duda: se había quedado sin hacha. Este contratiempo le abatió profundamente.

«¿De dónde me había sacado yo -me preguntaba mientras bajaba los últimos escalones‑ que era seguro que Nastasia se abría marchado a esta hora?» Estaba anonadado; incluso experimentaba un sentimiento de humillación. Su furor le llevaba a mofarse de sí mismo. Una cólera sorda, salvaje, hervía en él.

Al llegar a la entrada se detuvo indeciso. La idea de irse a pasear sin rumbo no le seducía; la de volver a su habitación, todavía menos. «¡Haber perdido una ocasión tan magnífica!», murmuró, todavía inmóvil y vacilante, ante la oscura garita del portero, cuya puerta estaba abierta. De pronto se estremeció. En el interior de la garita, a dos pasos de él, debajo de un banco que había a la izquierda, brillaba un objeto... Raskolnikof miró en torno de él. Nadie. Se acercó a la puerta andando de puntillas, bajó los dos escalones que había en el umbral y llamó al portero con voz apagada.

«No está. Pero no debe de andar muy lejos, puesto que ha dejado la puerta abierta.»

Se arrojó sobre el hacha (pues era un hacha el brillante objeto), la sacó de debajo del banco, donde estaba entre dos leños, la colgó inmediatamente en el nudo corredizo, introdujo las manos en los bolsillos del gabán y salió de la garita. Nadie le había visto.

«No es mi inteligencia la que me ayuda, sino el diablo», se dijo con una sonrisa extraña.

Esta feliz casualidad le enardeció extraordinariamente. Ya en la calle, echó a andar tranquilamente, sin apresurarse, con objeto de no despertar sospechas. Apenas miraba a los transeúntes y, desde luego, no fijaba su vista en ninguno; su deseo era pasar lo más inadvertido posible.

De súbito se acordó de que su sombrero atraía las miradas de la gente.

«¡Qué estúpido he sido! Anteayer tenía dinero: habría podido comprarme una gorra.»

Y añadió una imprecación que le salió de lo más hondo.

Su mirada se dirigió casualmente al interior de una tienda y vio un reloj que señalaba las siete y diez minutos. No había tiempo que perder. Sin embargo, tenía que dar un rodeo, pues quería entrar en la casa por la parte posterior.

Cuando últimamente pensaba en la situación en que se hallaba en aquel momento, se figuraba que se sentiría aterrado. Pero ahora veía que no era así: no experimentaba miedo alguno. Por su mente desfilaban pensamientos, breves, fugitivos, que no tenían nada que ver con su empresa. Cuando pasó ante los jardines Iusupof[L1] , se dijo que en sus plazas se debían construir fuentes monumentales para refrescar la atmósfera, y seguidamente empezó a conjeturar que si el Jardín de Verano se extendiera hasta el Campo de Marte e incluso se uniera al parque Miguel, la ciudad ganaría mucho con ello. Luego se hizo una pregunta sumamente interesante: ¿por qué los habitantes de las grandes poblaciones tienen la tendencia, incluso cuando no los obliga la necesidad, a vivir en los barrios desprovistos de jardines y fuentes, sucios, llenos de inmundicias y, en consecuencia, de malos olores? Entonces recordó sus propios paseos por la plaza del Mercado y volvió momentáneamente a la realidad.

«¡Qué cosas tan absurdas se le ocurren a uno! lo mejor es no pensar en nada.»

Sin embargo, seguidamente, como en un relámpago de lucidez, se dijo:

«Así les ocurre, sin duda, a los condenados a muerte: cuando los llevan al lugar de la ejecución, se aferran mentalmente a todo lo que ven en su camino[L2] ».

Pero rechazó inmediatamente esta idea.

Ya estaba cerca. Ya veía la casa. Allí estaba su gran puerta cochera...

En esto, un reloj dio una campanada.

«¿Las siete y media ya? Imposible. Ese reloj va adelantado.»

Pero también esta vez tuvo suerte. Como si la cosa fuera intencionada, en el momento en que él llegó ante la casa penetraba por la gran puerta un carro cargado de heno. Raskolnikof se acercó a su lado derecho y pudo entrar sin que nadie lo viese. Al otro lado del carro había gente que disputaba: oyó sus voces. Pero ni nadie le vio a él ni él vio a nadie. Algunas de las ventanas que daban al gran patio estaban abiertas, pero él no levantó la vista: no se atrevió... La escalera que conducía a casa de Alena Ivanovna estaba a la derecha de la puerta. Raskolnikof se dirigió a ella y se detuvo, con la mano en el corazón, como si quisiera frenar sus latidos. Aseguró el hacha en el nudo corredizo, aguzó el oído y empezó a subir, paso a paso sigilosamente. No había nadie. Las puertas estaban cerradas. Pero al llegar al segundo piso, vio una abierta de par en par. Pertenecía a un departamento deshabitado, en el que trabajaban unos pintores. Estos hombres ni siquiera vieron a Raskolnikof. Pero él se detuvo un momento y se dijo: «Aunque hay dos pisos sobre éste, habría sido preferible que no estuvieran aquí esos hombres.»

Continuó en seguida la ascensión y llegó al cuarto piso. Allí estaba la puerta de las habitaciones de la prestamista. El departamento de enfrente seguía desalquilado, a juzgar por las apariencias, y el que estaba debajo mismo del de la vieja, en el tercero, también debía de estar vacío, ya que de su puerta había desaparecido la tarjeta que Raskolnikof había visto en su visita anterior. Sin duda, los inquilinos se habían mudado.

Raskolnikof jadeaba. Estuvo un momento vacilando. «¿No será mejor que me vaya?» Pero ni siquiera se dio respuesta a esta pregunta. Aplicó el oído a la puerta y no oyó nada: en el departamento de Alena Ivanovna reinaba un silencio de muerte. Su atención se desvió entonces hacia la escalera: permaneció un momento inmóvil, atento al menor ruido que pudiera llegar desde abajo...

Luego miró en todas direcciones y comprobó que el hacha estaba en su sitio. Seguidamente se preguntó: «¿No estaré demasiado pálido..., demasiado trastornado? ¡Es tan desconfiada esa vieja! Tal vez me convendría esperar hasta tranquilizarme un poco.» Pero los latidos de su corazón, lejos de normalizarse, eran cada vez más violentos... Ya no pudo contenerse: tendió lentamente la mano hacia el cordón de la campanilla y tiró. Un momento después insistió con violencia.

No obtuvo respuesta, pero no volvió a llamar: además de no conducir a nada, habría sido una torpeza. No cabía duda de que la vieja estaba en casa; pero era suspicaz y debía de estar sola. Empezaba a conocer sus costumbres...

Aplicó de nuevo el oído a la puerta y... ¿Sería que sus sentidos se habían agudizado en aquellos momentos (cosa muy poco probable), o el ruido que oyó fue perfectamente perceptible? De lo que no le cupo duda es de que percibió que una mano se apoyaba en el pestillo, mientras el borde de un vestido rozaba la puerta. Era evidente que alguien hacía al otro lado de la puerta lo mismo que él estaba haciendo por la parte exterior. Para no dar la impresión de que quería esconderse, Raskolnikof movió los pies y refunfuñó unas palabras. Luego tiró del cordón de la campanilla por tercera vez, sin violencia alguna, discretamente, con objeto de no dejar traslucir la menor impaciencia. Este momento dejaría en él un recuerdo imborrable. Y cuando, más tarde, acudía a su imaginación con perfecta nitidez, no comprendía cómo había podido desplegar tanta astucia en aquel momento en que su inteligencia parecía extinguirse y su cuerpo paralizarse... Un instante después oyó que descorrían el cerrojo.

VII

Como en su visita anterior, Raskolnikof vio que la puerta se entreabría y que en la estrecha abertura aparecían dos ojos penetrantes que le miraban con desconfianza desde la sombra.

En este momento, el joven perdió la sangre fría y cometió una imprudencia que estuvo a punto de echarlo todo a perder.

Temiendo que la vieja, atemorizada ante la idea de verse a solas con un hombre cuyo aspecto no tenía nada de tranquilizador, intentara cerrar la puerta, Raskolnikof lo impidió mediante un fuerte tirón. La usurera quedó paralizada, pero no soltó el pestillo aunque poco faltó para que cayera de bruces. Después, viendo que la vieja permanecía obstinadamente en el umbral, para no dejarle el paso libre, él se fue derecho a ella. Alena Ivanovna, aterrada, dio un salto atrás e intentó decir algo. Pero no pudo pronunciar una sola palabra y se quedó mirando al joven con los ojos muy abiertos.

‑Buenas tardes, Alena Ivanovna ‑empezó a decir en el tono más indiferente que le fue posible adoptar. Pero sus esfuerzos fueron inútiles: hablaba con voz entrecortada, le temblaban las manos‑. Le traigo..., le traigo... una cosa para empeñar... Pero entremos: quiero que la vea a la luz.

Y entró en el piso sin esperar a que la vieja lo invitara. Ella corrió tras él, dando suelta a su lengua.

‑¡Oiga! ¿Quién es usted? ¿Qué desea?

‑Ya me conoce usted, Alena Ivanovna. Soy Raskolnikof... Tenga; aquí tiene aquello de que le hablé el otro día.

Le ofrecía el paquetito. Ella lo miró, como dispuesta a cogerlo, pero inmediatamente cambió de opinión. Levantó los ojos y los fijó en el intruso. Lo observó con mirada penetrante, con un gesto de desconfianza e indignación. Pasó un minuto. Raskolnikof incluso creyó descubrir un chispazo de burla en aquellos ojillos, como si la vieja lo hubiese adivinado todo.

Notó que perdía la calma, que tenía miedo, tanto, que habría huido si aquel mudo examen se hubiese prolongado medio minuto más.

‑¿Por qué me mira así, como si no me conociera? ‑exclamó Raskolnikof de pronto, indignado también‑. Si le conviene este objeto, lo toma; si no, me dirigiré a otra parte. No tengo por qué perder el tiempo.

Dijo esto sin poder contenerse, a pesar suyo, pero su actitud resuelta pareció ahuyentar los recelos de Alena Ivanovna.

‑¡Es que lo has presentado de un modo!

Y, mirando el paquetito, preguntó:

‑¿Qué me traes?

‑Una pitillera de plata. Ya le hablé de ella la última vez que estuve aquí.

Alena Ivanovna tendió la mano.

‑Pero, ¿qué te ocurre? Estás pálido, las manos le tiemblan. ¿Estás enfermo?

‑Tengo fiebre ‑repuso Raskolnikof con voz anhelante. Y añadió, con un visible esfuerzo‑: ¿Cómo no ha de estar uno pálido cuando no come?

Las fuerzas volvían a abandonarle, pero su contestación pareció sincera. La usurera le quitó el paquetito de las manos.

‑Pero ¿qué es esto? ‑volvió a preguntar, sopesándolo y dirigiendo nuevamente a Raskolnikof una larga y penetrante mirada.

‑Una pitillera... de plata... Véala.

‑Pues no parece que esto sea de plata... ¡Sí que la has atado bien!

Se acercó a la lámpara (todas las ventanas estaban cerradas, a pesar del calor asfixiante) y empezó a luchar por deshacer los nudos, dando la espalda a Raskolnikof y olvidándose de él momentáneamente.

Raskolnikof se desabrochó el gabán y sacó el hacha del nudo corredizo, pero la mantuvo debajo del abrigo, empuñándola con la mano derecha. En las dos manos sentía una tremenda debilidad y un embotamiento creciente. Temiendo estaba que el hacha se le cayese. De pronto, la cabeza empezó a darle vueltas.

‑Pero ¿cómo demonio has atado esto? ¡Vaya un enredo! ‑exclamó la vieja, volviendo un poco la cabeza hacia Raskolnikof.

No había que perder ni un segundo. Sacó el hacha de debajo del abrigo, la levantó con las dos manos y, sin violencia, con un movimiento casi maquinal, la dejó caer sobre la cabeza de la vieja.

Raskolnikof creyó que las fuerzas le habían abandonado para siempre, pero notó que las recuperaba después de haber dado el hachazo.

La vieja, como de costumbre, no llevaba nada en la cabeza. Sus cabellos, grises, ralos, empapados en aceite, se agrupaban en una pequeña trenza que hacía pensar en la cola de una rata, y que un trozo de peine de asta mantenía fija en la nuca. Como era de escasa estatura, el hacha la alcanzó en la parte anterior de la cabeza. La víctima lanzó un débil grito y perdió el equilibrio. Lo único que tuvo tiempo de hacer fue sujetarse la cabeza con las manos. En una de ellas tenía aún el paquetito. Raskolnikof le dio con todas sus fuerzas dos nuevos hachazos en el mismo sitio, y la sangre manó a borbotones, como de un recipiente que se hubiera volcado. El cuerpo de la víctima se desplomó definitivamente. Raskolnikof retrocedió para dejarlo caer. Luego se inclinó sobre la cara de la vieja. Ya no vivía. Sus ojos estaban tan abiertos, que parecían a punto de salírsele de las órbitas. Su frente y todo su rostro estaban rígidos y desfigurados por las convulsiones de la agonía.

Raskolnikof dejó el hacha en el suelo, junto al cadáver, y empezó a registrar, procurando no mancharse de sangre, el bolsillo derecho, aquel bolsillo de donde él había visto, en su última visita, que la vieja sacaba las llaves. Conservaba plenamente la lucidez; no estaba aturdido; no sentía vértigos. Más adelante recordó que en aquellos momentos había procedido con gran atención y prudencia, que incluso había sido capaz de poner sus cinco sentidos en evitar mancharse de sangre... Pronto encontró las llaves, agrupadas en aquel llavero de acero que él ya había visto.

Corrió con las llaves al dormitorio. Era una pieza de medianas dimensiones. A un lado había una gran vitrina llena de figuras de santos; al otro, un gran lecho, perfectamente limpio y protegido por una cubierta acolchada confeccionada con trozos de seda de tamaño y color diferentes. Adosada a otra pared había una cómoda. Al acercarse a ella le ocurrió algo extraño: apenas empezó a probar las llaves para intentar abrir los cajones experimentó una sacudida. La tentación de dejarlo todo y marcharse le asaltó de súbito. Pero estas vacilaciones sólo duraron unos instantes. Era demasiado tarde para retroceder. Y cuando sonreía, extrañado de haber tenido semejante ocurrencia, otro pensamiento, una idea realmente inquietante, se apoderó de su imaginación. Se dijo que acaso la vieja no hubiese muerto, que tal vez volviese en sí... Dejó las llaves y la cómoda y corrió hacia el cuerpo yaciente. Cogió el hacha, la levantó..., pero no llegó a dejarla caer: era indudable que la vieja estaba muerta.

Se inclinó sobre el cadáver para examinarlo de cerca y observó que tenía el cráneo abierto. Iba a tocarlo con el dedo, pero cambió de opinión: esta prueba era innecesaria.

Sobre el entarimado se había formado un charco de sangre. En esto, Raskolnikof vio un cordón en el cuello de la vieja y empezó a tirar de él; pero era demasiado resistente y no se rompía. Además, estaba resbaladizo, impregnado de sangre... Intentó sacarlo por la cabeza de la víctima; tampoco lo consiguió: se enganchaba en alguna parte. Perdiendo la paciencia, pensó utilizar el hacha: partiría el cordón descargando un hachazo sobre el cadáver. Pero no se decidió a cometer esta atrocidad. Al fin, tras dos minutos de tanteos, logró cortarlo, manchándose las manos de sangre pero sin tocar el cuerpo de la muerta. Un instante después, el cordón estaba en sus manos.

Como había supuesto, era una bolsita lo que pendía del cuello de la vieja. También colgaban del cordón una medallita esmaltada y dos cruces, una de madera de ciprés y otra de cobre. La bolsita era de piel de camello; rezumaba grasa y estaba repleta de dinero. Raskolnikof se la guardó en el bolsillo sin abrirla. Arrojó las cruces sobre el cuerpo de la vieja y, esta vez cogiendo el hacha, volvió precipitadamente al dormitorio.

Una impaciencia febril le impulsaba. Cogió las llaves y reanudó la tarea. Pero sus tentativas de abrir los cajones fueron infructuosas, no tanto a causa del temblor de sus manos como de los continuos errores que cometía. Veía, por ejemplo, que una llave no se adaptaba a una cerradura, y se obstinaba en introducirla. De pronto se dijo que aquella gran llave dentada que estaba con las otras pequeñas en el llavero no debía de ser de la cómoda (se acordaba de que ya lo había pensado en su visita anterior), sino de algún cofrecillo, donde tal vez guardaba la vieja todos sus tesoros.

Se separó, pues, de la cómoda y se echó en el suelo para mirar debajo de la cama, pues sabía que era allí donde las viejas solían guardar sus riquezas. En efecto, vio un arca bastante grande ‑de más de un metro de longitud‑, tapizada de tafilete rojo. La llave dentada se ajustaba perfectamente a la cerradura.

Abierta el arca, apareció un paño blanco que cubría todo el contenido. Debajo del paño había una pelliza de piel de liebre con forro rojo. Bajo la piel, un vestido de seda, y debajo de éste, un chal. Más abajo sólo había, al parecer, trozos de tela.

Se limpió la sangre de las manos en el forro rojo.

«Como la sangre es roja, se verá menos sobre el rojo.»

De pronto cambió de expresión y se dijo, aterrado:

«¡Qué insensatez, Señor! ¿Acabaré volviéndome loco?»

Pero cuando empezó a revolver los trozos de tela, de debajo de la piel salió un reloj de oro. Entonces no dejó nada por mirar. Entre los retazos del fondo aparecieron joyas, objetos empeñados, sin duda, que no habían sido retirados todavía: pulseras, cadenas, pendientes, alfileres de corbata... Algunas de estas joyas estaban en sus estuches; otras, cuidadosamente envueltas en papel de periódico en doble, y el envoltorio bien atado. No vaciló ni un segundo: introdujo la mano y empezó a llenar los bolsillos de su pantalón y de su gabán sin abrir los paquetes ni los estuches.

Pero de pronto hubo de suspender el trabajo. Le parecía haber oído un rumor de pasos en la habitación inmediata. Se quedó inmóvil, helado de espanto... No, todo estaba en calma; sin duda, su oído le había engañado. Pero de súbito percibió un débil grito, o, mejor, un gemido sordo, entrecortado, que se apagó en seguida. De nuevo y durante un minuto reinó un silencio de muerte. Raskolnikof, en cuclillas ante el arca, esperó, respirando apenas. De pronto se levantó empuñó el hacha y corrió a la habitación vecina. En esta habitación estaba Lisbeth. Tenía en las manos un gran envoltorio y contemplaba atónita el cadáver de su hermana. Estaba pálida como una muerta y parecía no tener fuerzas para gritar. Al ver aparecer a Raskolnikof, empezó a temblar como una hoja y su rostro se contrajo convulsivamente. Probó a levantar los brazos y no pudo; abrió la boca, pero de ella no salió sonido alguno. Lentamente fue retrocediendo hacia un rincón, sin dejar de mirar a Raskolnikof en silencio, aquel silencio que no tenía fuerzas para romper. Él se arrojó sobre ella con el hacha en la mano. Los labios de la infeliz se torcieron con una de esas muecas que solemos observar en los niños pequeños cuando ven algo que les asusta y empiezan a gritar sin apartar la vista de lo que causa su terror.

Era tan cándida la pobre Lisbeth y estaba tan aturdida por el pánico, que ni siquiera hizo el movimiento instintivo de levantar las manos para proteger su cabeza: se limitó a dirigir el brazo izquierdo hacia el asesino, como si quisiera apartarlo. El hacha cayó de pleno sobre el cráneo, hendió la parte superior del hueso frontal y casi llegó al occipucio. Lisbeth se desplomó. Raskolnikof perdió por completo la cabeza, se apoderó del envoltorio, después lo dejó caer y corrió al vestíbulo.

Su terror iba en aumento, sobre todo después de aquel segundo crimen que no había proyectado, y sólo pensaba en huir. Si en aquel momento hubiese sido capaz de ver las cosas más claramente, de advertir las dificultades, el horror y lo absurdo de su situación; si hubiese sido capaz de prever los obstáculos que tenía que salvar y los crímenes que aún habría podido cometer para salir de aquella casa y volver a la suya, acaso habría renunciado a la lucha y se habría entregado, pero no por cobardía, sino por el horror que le inspiraban sus crímenes. Esta sensación de horror aumentaba por momentos. Por nada del mundo habría vuelto al lado del arca, y ni siquiera a las dos habitaciones interiores.

Sin embargo, poco a poco iban acudiendo a su mente otros pensamientos. Incluso llegó a caer en una especie de delirio. A veces se olvidaba de las cosas esenciales y fijaba su atención en los detalles más superfluos. Sin embargo, como dirigiera una mirada a la cocina y viese que debajo de un banco había un cubo con agua, se le ocurrió lavarse las manos y limpiar el hacha. Sus manos estaban manchadas de sangre, pegajosas. Introdujo el hacha en el cubo; después cogió un trozo de jabón que había en un plato agrietado sobre el alféizar de la ventana y se lavó.

Seguidamente sacó el hacha del cubo, limpió el hierro y estuvo lo menos tres minutos frotando el mango, que había recibido salpicaduras de sangre. Lo secó todo con un trapo puesto a secar en una cuerda tendida a través de la cocina, y luego examinó detenidamente el hacha junto a la ventana. Las huellas acusadoras habían desaparecido, pero el mango estaba todavía húmedo.

Después de colgar el hacha del nudo corredizo, debajo de su gabán, inspeccionó sus pantalones, su americana, sus botas, tan minuciosamente como le permitió la escasa luz que había en la cocina.

A simple vista, su indumentaria no presentaba ningún indicio sospechoso. Sólo las botas estaban manchadas de sangre. Mojó un trapo y las lavó. Pero sabía que no veía bien y que tal vez no percibía manchas perfectamente visibles.

Luego quedó indeciso en medio de la cocina, presa de un pensamiento angustioso: se decía que tal vez se había vuelto loco, que no se hablaba en disposición de razonar ni de defenderse, que sólo podía ocuparse en cosas que le conducían a la perdición.


[L1]Dostoiewski habitó cerca de estos jardines en cierta época de su vida.

[L2]Dostoiewski fue condenado a muerte por cuestiones políticas y conducido al lugar de la ejecución. Allí se le conmutó la pena por trabajos forzados. Despues de haber cumplido su condena, escribió una de sus obras más admirables. Recuerdo de la casa de los muertos, donde describe lo que vio en el presidio.

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