COLOFÓN
De la publicación de este libro soy un poco
responsable, pero como todas mis responsabilidades, acepto y asumo ésta sin
reservas. Amanecida en una carpeta de escolar, esta novela se asomó por
primera vez al público desde las ventanas de «Amauta», tres anchos trapecios
inkaicos como los de Tampuctocco, de donde están mensurando el porvenir los que
mañana partirán a su conquista. Martín Adán no es propiamente vanguardista, no
es revolucionario, no es indigenista. Es un personaje inventado por él mismo,
de cuyo nacimiento he dado fe, pero de cuya existencia no tenemos todavía más
pruebas que sus escritos. El autor de Ramón es posterior a su criatura, contra
toda ley biológica y contra toda ley lógica de causa y efecto. Las cuartillas
de la novela estaban escritas mucho tiempo antes de que la necesidad de darles
un autor produjese esa conciliación entre el Génesis y Darwin que su nombre
intenta. Constituían una literatura adolescente y clandestina, paradójicamente
albergada en el regir o idílico de la Acción Social de la Juventud. Más aún,
por humorismo, Martín Adán se dice reaccionario, clerical y civilista. Pero
su herejía evidente, su escepticismo contumaz, lo contradicen. El reaccionario
es siempre apasionado. El escepticismo es ahora demo-burgués, como fue
aristocrático, cuando la burguesía era creyente y la aristocracia
enciclopedista y volteriana. Si el civilismo no es ya capaz sino de herejía,
quiere decir que no es capaz de reacción. Y yo creo que la herejía de Martín
Adán tiene este alcance; y por esto, me he apresurado a registrarla como un
signo. Martín Adán no se preocupa sin duda de los factores políticos que, sin
que él lo sepa, deciden su literatura. He aquí, sin embargo, una novela que no
habría sido posible antes del experimento billinghurista, de la insurrección
«colónida», de la decadencia del civilismo, de la revolución de 14 de julio y
de las obras de la Foundation. No me refiero a la técnica, al estilo, sino al
asunto, al contenido. Un joven de gran familia, mesurado, inteligente,
cartesiano, razonable como Martín Adán, no se habría expresado jamás
irrespetuosamente de tantas cosas antiguamente respetables; no habría denunciado
en términos tan vivaces y plásticos a la tía de Ramón, veraneante y
barranquina, ni la habría sacado al público en una bata de motilas, acezante,
estival e intima, con su gato y su negrita; no habría dejado de pedirle un
prólogo a don José de la Riva Agüero o al doctor Luis Varela Orbegoso, ni
habría dejado de mostrarse un poco doctoral y universitario, en una tesis llena
de citas sobre don Felipe Pardo y don Clemente Althaus, o cualquier otro don
Felipe o don Clemente de nuestras letras. Sus propios padres no habrían
cometido la temeraria imprudencia de matricularlo en un colegio alemán de donde
tenía que sacar, junto con unas calcomanías de Herr Oswald Teller, cierta
escrupulosa consideración por la ciencia ochocentista y su teoría
recónditamente liberales, protestantes y progresistas. Crecido años atrás,
Martín Adán se habría educado en el Colegio de la Recoleta o los Jesuítas, con
distintas consecuencias. Su matrícula fiel en las clases de un liceo alemán corresponde
a una época de crecimiento capitalista, de demagogia anticolonial, de
derrumbamiento neogodo, de enseñanza de las lenguas sajonas y de multiplicación
de las academias de comercio. Época vagamente preparada por el discurso del Dr.
Villarán contra los profesionales liberales, por el discurso del Dr. Víctor
Maúrtua sobre el progreso material y el factor económico, y por las
conferencias de Oscar Víctor Salomón, en Hyde Park, sobre el capital
extranjero; pero concreta, social, material y políticamente representado por
el leguiísmo, las urbanizaciones, el asfalto, los nuevos ricos, el Country
Club, etc... La literatura de Martín Adán es vanguardista, porque no podía
dejar de serlo, pero Martín Adán mismo no lo es aún del todo. El buen viejo
Anatole France, inveterado corruptor de menores, malogró su inocencia con esos
libros de prosa melódica, en que todo, hasta el cinismo y la obscenidad, tiene
tanta compostura, erudición y clasicismo. Y Anatole France no es sino un demo-burgués
de París, deliberadamente desencantado, profesionalmente escéptico, pero lleno
de una ilimitada esperanza en el porvenir; un pequeño burgés del Sena, que
desde su juventud produjo la impresión de ser excesiva y habitualmente viejo —
un viejo por comodidad y espíritu sedentario—. Martín Adán está todavía en la
estación anatoliana, aunque ya empiece a renegar estos libros que lo iniciaron
en la herejía y en la scepsis. En su estilo, ordenado y elegante, sin arrugas
ni desgarramientos, se reconoce un gusto absolutamente clásico. En algunas de
las páginas de La Casa de Cartón hay a ratos hasta cierta morosidad
azoriniana. Y ni en las páginas más recientes se encuentra alucinación ni
pathos suprarealistas. Martin Adán es de la estirpe de Cocteau y Radiguet más
que de la estirpe de Morand y Giradoux. En la literatura le ocurre lo que en
el colegio: no puede evitar las notas de aprovechamiento. Su desorden está
previamente ordenado. Todos sus cuadros, todas sus estampas, son veraces,
verosímiles, verdaderas. En La Casa de Cartón hay un esquema de biografía de
Barranco, o mejor, de sus veraneantes. Si la biografía resulta humorística, la
culpa no es de Martín Adán, sino de Barranco. Martín Adán no ha inventado a la
tía de Ramón ni su bata, ni su negrita; todo lo que él describe existe. Tiene
las condiciones esenciales del clásico. Su obra es clásica, racional,
equilibrada, aunque no lo parezca. Se lo siente clásico, hasta en la medida en
que es antiromántico. En la forma acusa a veces el ascendiente de Eguren; mas
no en el espíritu. En Martín Adán es un poco egureniano el imaginero, pero
sólo el imaginero. Antirromántico —hasta el momento en que escribimos estas
líneas, como dicen los periodistas— Martín Adán se presenta siempre reacio a la
aventura. "No te raptaré por nada del mundo. Te necesito para ir a tu lado
deseando raptarte». ¡Ay del que realiza su deseo! «Pesimismo cristiano,
pragmatismo católico que poéticamente se sublima y conforta con palabras del
Eclesiastés». Mi amor a la aventura, es probablemente lo que me separa de
Martín Adán. El deseo del hombre aventurero está siempre insatisfecho. Cada
vez que se realiza, renace más grande y vicioso. Y cuando se camina de noche al
lado de una mujer bella, hay que estar siempre dispuesto al rapto. Algunos
lectores encontrarán en este libro un desmentido de mis palabras. Pensarán que
la publicación de La Casa de Cartón a los diecinueve años es una
aventura. Puede parecerlo, pero no lo es. Me consta que Martín Adán ha tomado
todas sus precauciones. Publica un libro cuyo éxito está totalmente asegurado.
Y, sin embargo. lo publica en una edición de tiraje limitado, antes de
afrontar en una edición mayor al público y a la crítica. —Escritor y artista
de raza, su aparición tiene el consenso de la unanimidad más uno. Es tan
ecléctico y herético, que a todos nos reconcilia en una síntesis teosóficamente
cósmica y monista. Yo no podía saludar su llegada sino a mi manera: encontrando
en su literatura una corroboración de mi tesis de agitador. Por eso, aunque no
quería escribir sino unas cuantas líneas, me ha salido un acápite largo, como
los editoriales del Dr. Clemente Palma. Si a Martín Adán se le ocurre
atribuirlo al pobre Ramón, como sus poemas Underwood, habrá logrado una
reconciliación más difícil que la del Génesis y Darwin.
JOSÉ CARLOS MARIÁTEGUI
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