Mira qué contentos
parecen estos tipos. Están en Londres y acaban de realizar una lectura en una
sala abarrotada del Nacional Poetry Centre. A los críticos
les ha dado por decir que los tres forman parte del “Realismo Sucio”. Pero
Ford, Wolff y Carver
no se lo toman en serio. Les hace gracia y hacen
bromas sobre ello, como sobre tantas otras cosas. No se sienten parte de ningún
grupo.
Es verdad que son
amigos. También es verdad que comparten intereses comunes, conocen a la misma
gente y a veces publican en las mismas revistas. Pero no se ven como
abanderados de movimiento alguno. Son amigos y escritores que se lo pasan bien
juntos, contándose sus cosas. Saben que la suerte juega su papel y se sienten
afortunados, pero también son tan vanidosos como los demás escritores y creen
que merecen todo lo bueno que les venga (aunque ocurre tan pocas veces que se
sorprenden cuando les toca). Han escrito novelas, libros de relatos cortos y de
poemas, ensayos, artículos, obras de teatro y crítica. Su trabajo y sus
personalidades varían tanto como la brisa del mar. Esas diferencias, sin olvidar
lo que comparten, les hacen ser tan amigos.
La razón por la cual
están en Londres y no vuelven a sus casas en Siracusa, Nueva York (Wolff), Coahoma,
Mississippi (Ford) y Port Angeles, Washington
(Carver) es que los tres están a punto de publicar
en Inglaterra. Libros que no tienen mucho en común (me parece a mí), pero que
intentan aportar algo. Seguiría pensando así aunque dejáramos de ser amigos,
lo cual espero que no ocurra.
Me emociono ante esta
foto tomada hace tres años. Al mirarla, me gusta pensar que la amistad es
imperecedera. Así es, al menos hasta ahora. Lo que está claro en la foto es que
se divierten juntos. Lo único que están pensando es cuándo terminará el
fotógrafo para poder charlar y pasar juntos un buen rato. Tienen planes para esa
tarde. No desean que pase el tiempo. No tienen ningún interés en que llegue la
noche y que las cosas vayan decayendo con la fatiga. La verdad es que hace
tiempo que no se ven, por eso se lo quieren pasar bien, como buenos amigos. Les
gustaría que las cosas siguieran así siempre. Hasta el final.
Ese final es la muerte.
En la foto ese pensamiento está muy lejos, pero no tanto cuando están a solas.
Las cosas se acaban. Llega el final. La gente deja de vivir. El azar hará que
dos de los tres amigos de la foto se queden mirando fijamente los restos
mortales
—restos— del otro cuando llegue el momento. Es terrible pensarlo,
ya lo sé, pero la única posibilidad que tienes de no asistir al entierro de
tus amigos es que ellos asistan al tuyo.
Quiero dejar de pensar
cosas tristes sobre la amistad, que en parte se parece a otro sueño compartido
como es el matrimonio, en el que los integrantes tienen que creérselo y poner
en ello toda su confianza. Confiar en que durará siempre.
Con la amistad pasa lo
mismo que con el amor: recuerdas cuándo y dónde os conocisteis. Me presentaron
a Richard Ford en Dallas, en el vestíbulo del Hotel Milton, rodeados de unos cuantos escritores. Un amigo común, el poeta Michael Ryan, nos había invitado a unas jornadas literarias en la Southern Methodist University. Hasta el día en que subí al avión en San Francisco no sabía si sería
capaz de volar. Me disponía a salir de la cueva por primera vez tras dejar la
bebida. Estaba sobrio pero temblando.
Sin embargo, Ford
transmitía seguridad. Elegante en el porte, en la ropa, incluso en su forma
pausada y educada de hablar con acento sureño. Le miré de arriba abajo,
imagino. Puede que incluso haya deseado ser como él por tener las cosas tan
claras. Su novela Un trozo de mi corazón me había encantado y me
alegró tener la oportunidad de decírselo. El también se mostró entusiasmado con
mis relatos. Queríamos charlar un poco más pero era tarde y teníamos que irnos.
Nos dimos la mano de nuevo a modo de despedida. A la mañana siguiente, bien
temprano, nos encontramos en el restaurante del hotel y compartimos mesa.
Recuerdo que Richard pidió tostadas, jamón, cereales y zumo. Decía: “Sí,
madame”, “No, madame” o “Gracias, madame” a la camarera. Me gustaba su forma
de hablar. Me dio a probar sus cereales. Hablamos de muchas cosas en aquel
desayuno, como si nos conociéramos desde siempre.
Pasamos juntos todo el
tiempo que pudimos el resto de los días. Al despedirnos, me invitó a visitarle
en Princeton,
donde vivía con su mujer. Pensé que mis
posibilidades de ir a Princeton
eran más bien escasas, por decirlo suavemente. Pero
le dije que lo intentaría. Supe que acababa de hacer un amigo, un buen amigo.
El tipo de amigo por el que te desviarías de tu camino.
Dos meses después, en
enero de 1978,
me encontraba en Plainfield, Vermont, en el campus
del Goddard College. Toby Wolff estaba allí con
la misma ansiedad y mirada asustada que debía tener yo. Su habitación
(parecían celdas, más bien) estaba al lado de la mía en unos malditos
barracones que antes habían ocupado unos chicos de familias ricas que buscaban
una educación alternativa a la convencional del college. Allí estábamos Toby
y
yo pensando en volver a casa y dar las clases por correo. Dos semanas por
delante. Hacía treinta y seis grados bajo cero. Había ocho pulgadas de nieve y
Plainfield era el sitio más frío del país.
A nadie podía
extrañarle tanto verse en el Goddard College de
Vermont en pleno enero como a Toby y a mí. Toby estaba allí supliendo la baja de última hora de un escritor que le
había recomendado para sustituirle. Ellen Voigt, la
directora del programa, no sólo invitó a Toby sin
haberlo visto en la vida sino que, milagro de milagros, le dio una oportunidad
a un alcohólico en la primera fase de su rehabilitación.
Las dos primeras noches
Toby no pudo dormir. Tenía insomnio pero se reía de sí mismo. En cierto
modo era aún más vulnerable que yo, y eso es decir mucho. Estábamos rodeados de
escritores y miembros de la facultad, algunos muy prestigiosos. Toby aún no había publicado su primer libro, tan sólo varios relatos en
diversas revistas literarias. Yo había publicado un libro, un par de ellos a
decir verdad, pero hacía tiempo que no escribía nada y no me sentía escritor.
Recuerdo que me desperté a las cinco de la mañana lleno de ansiedad, y me encontré
a Toby en la cocina comiéndose un sándwich con un vaso de leche. Parecía
alicaído, como si no hubiera dormido desde hace días. Cosa que era cierta. Nos
vino bien hacernos compañía. Preparé un colacao para los dos y empezamos a
charlar con la sensación de estar viviendo un momento importante. Aún estaba
oscuro y oíamos el chasquido de los árboles afuera. Por la ventana que estaba
encima del fregadero veíamos las luces a lo lejos, hacia el norte.
Pasamos como pudimos el
resto de los días. Dimos juntos una clase sobre Chéjov y nos reímos un montón.
Parecía que estábamos tocando fondo, pero sentíamos que la suerte estaba
empezando a cambiar. Toby me dijo que no dejara de ir a
visitarlo cuando pasara por Phoenix. Claro, le respondí. Seguro. Le
comenté que me había encontrado con Richard Ford no hacía mucho y me dijo que
Richard era un buen amigo de Geoffrey, su hermano, con quien trabé amistad
un año después o así. La cadena, una vez más.
En 1980, Richard y Toby
se hicieron amigos. Me gusta que mis amigos se
conozcan por su cuenta, que se cojan afecto y empiecen su propia amistad. Todo
eso me parece muy enriquecedor, pero recuerdo las reservas de Richard antes de
conocer a
Toby: “Seguro que es un buen tipo, pero no
necesito más amigos en mi vida ahora. No puedo complacer a más,
apenas me queda tiempo para atender a los viejos amigos”.
Tuve dos vidas. La
primera finalizó en junio de 1977, cuando dejé de beber.
No he perdido muchos amigos desde entonces, sólo compañeros de parranda. Los
había perdido antes. Los había ido perdiendo de vista sin darme cuenta.
¿Elegiría, suponiendo
que tuviera que elegir, una vida de pobreza y enfermedades si fuera el único
modo de conservar los amigos que tengo? No. ¿Dejaría mi sitio en el bote salvavidas
y me enfrentaría a la muerte por alguno de mis amigos? No, sin heroísmos.
Tampoco lo harían ellos por mí y no querría lo contrario. Nos comprendemos
bien. En parte somos amigos porque comprendemos eso. Nos queremos, pero nos
queremos a nosotros mismos un poco más.
Mira la foto de nuevo.
Nos sentimos bien, nos gusta ser escritores. No querríamos ser otra cosa,
aunque también lo hemos sido en algún momento de nuestra vida. Estamos muy
satisfechos de que las cosas hayan sido así y nos hayan llevado hasta aquí. Nos
lo estamos pasando bien, como ves. Somos amigos. Y se supone que los amigos se
lo pasan bien cuando están juntos.
Granta, nº 25,
otoño
de 1988.
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