ESAS COSAS QUE HACEMOS
John ZerzanAnarchy, 45, primavera-verano 1998.
REIFICACIÓN*
Del
latín “re”, o cosa, reificación significa, esencialmente, cosificación; un poco
en el sentido en que Theodor Adorno, entre otros, afirmaba que la sociedad y la
conciencia han sido casi completamente cosificadas. A través de este proceso,
las prácticas y las relaciones humanas llegan a ser vistas como objetos
externos. Lo que está vivo termina siendo tratado como una cosa inerte o
abstracción. Se trata de un cambio de los acontecimientos que se experimenta
como natural, normal, inmutable.
En Tristes
Trópicos Claude Lévi-Strauss ofrece una imagen de este proceso de
reificación en términos de atrofia de la civilización occidental: “como un
animal viejo cuya espesa piel ha formado una costra imperecedera alrededor de
su cuerpo, la cual, al evitar que la piel pueda respirar, termina por acelerar
su proceso de envejecimiento” Esta pérdida de sentido, inmediatez y energía
espiritual en la civilización occidental constituye igualmente un tema
importante en los trabajos en los trabajos de Max Weber, el cual, se interesa
también en la reificación de la vida moderna. Que esta falta de vida y de
encanto parezcan de algún modo inevitables e inmutables, y sean, en gran parte,
admitidas, precisamente, como una concesión, es un importante resultado de la
reificación, algo inseparable de ella.
¿Cómo
llegaron las actividades y relaciones humanas a separarse de sus sujetos y a
adoptar una “vida” como de cosa, por ellas mismas? Y, dada la evidente mengua
de la creencia en las instituciones y categorías sociales, ¿qué mantiene unidas
las “cosas” en la sociedad cosificada?
En un
mundo comprendido de forma creciente por las más rígidas formas de
extrañamiento, términos como reificación o alienación ya no se encuentran en la
literatura que supuestamente se ocupa de ese mundo. Aquellos que declaran no
tener ideologías son a menudo los más constreñidos y determinados por esa ideología
dominante que son incapaces de ver, y es posible que el mayor grado de
alienación se alcance allí donde la conciencia no llega. El término reificación
fue ampliamente usada en la definición que de él dio el marxista Georg Lukacks,
a saber: una forma de alienación resultado del fetichismo de la mercancía de
las modernas relaciones de mercado. Las condiciones sociales y la situación del
individuo se han convertido en una función misteriosa e impenetrable en lo que
comúnmente denominamos capitalismo de consumo. Somos aplastados y cegados por
la fuerza reificante de la etapa del capital que comenzó en el siglo XX.
Pienso,
no obstante, que puede ser útil retomar el término reificación para establecer
un significado más profundo y dinámico. Lo simple y directamente humano está
siendo en realidad evacuado de un modo tan cierto como que la naturaleza misma
ha sido domesticada y convertida en un objeto. En el universo helado de las
mercancías, el reinado de las cosas sobre la vida resulta obvio, y la frialdad
que Adorno vio en el principio básico de la subjetividad burguesa está alcanza
nuevos mínimos.
Pero
si la reificación es el elemento central a través del cual la forma mercancía
impregna toda la cultura, es también mucho más que eso. Kant conoció el término,
y fue Hegel, poco después, quien hizo un mayor uso de él (y de la objetivación,
su equivalente aproximado). Él descubrió una ausencia radical del ser en el
corazón del sujeto; es aquí donde podemos indagar fructuosamente.
El
mundo se nos presenta por sí mismo – y nosotros lo re-presentamos. Pero, ¿de
dónde viene la necesidad de hacer esto? ¿Sabemos lo que realmente simbolizan
los símbolos? ¿Será cierto que deben ser poseídos y no representados?. Los
signos son, básicamente, señales, esto es, correlativos; los símbolos, sin
embargo, son sustitutivos. Como explica Husserl, “el símbolo existe
efectivamente en el momento en que se introduce algo más que vida” Es posible
que la reificación sea el corolario inevitable, o un subproducto, de la
simbolización misma.
Como
mínimo, parece haber fundamentos reificados en todas las estructuras de
dominación. Calendarios y relojes formalizan e incluso reifican el
tiempo, el cual fue, probablemente, la primera reificación de todas. Una
estructura social dividida supone un mundo reificado principalmente,
porque es una estructura simbólica de roles e imágenes, no de personas. El
poder cristaliza en las redes de dominación y jerarquía tan pronto como la
reificación entra a formar parte de la ecuación. En el productivista mundo
actual, la extrema división del trabajo alcanza plenamente su significado
original. Cada vez más pasivos y faltos de sentido, nos reificamos sin parar a
nosotros mismos. Nuestro creciente empobrecimiento nos aproxima a aquella
condición en la que apenas somos meras cosas.
La
reificación permea la cultura posmoderna, en la cual sólo las apariencias
cambian y parecen estar vivas. Lo espantoso de nuestra posmodernidad puede ser
visto como un destino de la historia de la filosofía, un destino que va más allá
de ella. La historia, como tal historia, comienza como una pérdida de
integridad, como la inmersión en una trayectoria externa que desgarra el yo en
partes. La negación de la elección humana y de su efectivo ejercicio es tan
vieja como la división del trabajo; sólo su drástico desarrollo o plenitud es
nuevo.
Hace
unos 250 años el romántico alemán Novalis se lamentaba porque “el sentido de la
vida se ha perdido” El cuestionamiento generalizado del sentido de la vida sólo
puede aparecer en torno a este momento -justo cuando el industrialismo realiza
su más temprana irrupción. Desde entonces, la erosión del sentido se ha
acelerado rápidamente, recordándonos que la función sustitutiva de la
simbolización es también una prótesis. El reemplazamiento de la vida por lo
artificial, como la tecnología, implica una cosi-ficación. La reificación es
también, al menos en parte, un imperativo técnico.
La
tecnología es “la habilidad para organizar hasta tal punto el mundo, que no
necesitamos experimentarlo”. Se supone que debemos negar lo que hay
de vivo y natural en nuestro interior para asentir a la dominación de la
naturaleza no-humana. La tecnología se ha convertido, sin lugar a dudas, en el
gran vehículo de la reificación. Sin olvidar que está inmersa y encarna una esfera
del capital, la reificación nos subordina a nuestras propias creaciones
objetivadas. “Las cosas están en el poder y conducen la humanidad” señaló
Emerson a mediados del siglo XIX. No se trata de un giro reciente de los
acontecimientos; refleja, más bien, el código maestro de la cultura ab
origino. La separación de la naturaleza, y su consiguiente pacificación y
manipulación, hace que uno se pregunte, ¿está desvaneciéndose el individuo? ¿ha
sido la cultura misma la que ha puesto esto en marcha? ¿cómo es posible que una
expresión tan reificada como “Los niños son nuestro más preciado recurso” no le
parezca a todo el mundo repugnante?
Somos
cautivos de mucho más que lo meramente instrumental, alimento para el
funcionamiento de otros objetos manipulables, pero también de lo
continuamente simulado. Nos hayamos exiliados de la inmediatez, en un espacio
descolorido y aplanado en el que el pensamiento lucha por desaprender su
alienado condicionamiento. Merleau-Ponty falló en su búsqueda pero, al menos, ayudó
a encontrar una ontología primordial de la visión anterior a la ruptura entre
sujeto y objeto. Es la división del trabajo, y sus resultantes formas
conceptuales de pensamiento, lo que permanece invariable, retrasando el
descubrimiento de la reificación y del pensamiento reificado.
Después
de todo, es nuestra forma entera de conocer lo que ha sido deformado y
disminuido, y esto debe ser entendido como tal. La “inteligencia” es ahora una
externalidad a medir, equiparable a la pericia para manipular símbolos. La
filosofía se ha convertido en la racionalización más elaborada de la
reificación. Y de un modo más general, el ser mismo es constituido como
experiencia y representación, como sujeto y objeto. Esta conclusión debe ser
criticada de un modo tan fundamental como sea posible. El elemento vivo,
activo, del conocimiento, debe ser desvelado, por debajo de la reificación que
lo enmascara. El conocimiento, a pesar de la ortodoxia contemporánea, no es
computación. El filósofo Ryle vislumbró que la forma de pensamiento más básica
puede ser aquella que no cuenta con representación simbólica. Nuestras nociones
de la realidad son producto de un sistema simbólico construido, cuyos
componentes se han solidificado a lo largo del tiempo en reificaciones y
objetivaciones, del mismo modo en que la división del trabajo fundió la
dominación de la naturaleza y la domesticación del individuo.
El
pensamiento capaz de producir cultura y civilización es distante, no sensorial.
Se abstrae del sujeto y deviene un objeto independiente. Eso quiere decir que
las sensaciones son mucho más resistentes a la reificación que las imágenes
mentales. El discurso platónico es un primer ejemplo de pensamiento que procede
a expensas de los sentidos, mediante la separación radical entre percepciones y
conceptos. Adorno llama la atención sobre una variante más saludable, cuando
observa que en los escritos de Walter Benjamin “el pensamiento acosa al objeto,
como si tocándolo, oliéndolo, probándolo, quisiera transformarse a sí mismo”. Y
Le Roy está probablemente muy cerca de este indicio cuando dice que
“renunciamos a la concepción sólo para querer la percepción”. Históricamente
determinado, en el sentido más profundo del término, el aspecto reificado del
pensamiento es una “desventura” cognitiva más.
Husserl,
entre otros, concibió la representación simbólica como originalmente
diseñada para ser un suplemento temporal de la auténtica expresión. La
reificación entra en escena, de forma un tanto paralela, cuando la
representación pasa del estatus de noción usada para propósitos específicos al
de objeto. Sean o no adecuadas estas tesis, parece, al menos, evidente que
existe una fisura ineluctable entre la abstracción del concepto y la riqueza de
la red de fenómenos. En este sentido es importante la conclusión de Heidegger
de que el auténtico pensamiento es “no-conceptual”, una especie de “escucha
reverencial”.
Siempre
de la mayor relevancia es la violencia que un ethos pertinazmente
invasor perpetra contra la experiencia vivida. Gilbert Germain ha comprendido
cómo el ethos promueve decididamente un “olvido de la relación entre el
pensamiento reflexivo y la experiencia perceptual directa del mundo del que
éste proviene y al cual debería volver”. Y Engels apuntó de pasada que “la
razón humana se ha desarrollado de acuerdo con la alteración humana de la
naturaleza”, una manera suave de referirse a la relación entre objetivación,
razón instrumental y la progresiva reificación.
En
cualquier caso, el pensamiento de la civilización ha trabajado para reducir la
abundancia que todavía se las arregla para rodearnos. La cultura es una
pantalla a través de la cual nuestras percepciones, ideas y sentimientos son
filtrados y domesticados. De acuerdo con Jean-Luc Nancy, la cosa más importante
que representa el pensamiento representacional, es su límite. Heidegger y
Wittgenstein, posiblemente los pensadores más originales del siglo XX,
terminaron, siguiendo estas líneas de pensamiento, negando la filosofía. El
reificado mundo de la vida elimina progresivamente lo que lo cuestiona. La
literatura sobre la sociedad produce cada vez menos cuestiones básicas sobre la
sociedad, y el sufrimiento del individuo es ahora raramente tenido en cuenta
para nivelar esta sociedad incuestionada. La desolación emocional es vista casi
completamente como un efecto de anormalidades cerebrales o químicas
“naturales”, sin que tenga nada que ver con el contexto destructivo en el que
el individuo, generalmente, ha soportado su condición narcotizada.
En un
nivel más abstracto, la reificación puede ser neutralizada confrontándola con
la objetivación, la cual es definida de un modo que pone a ésta en tela de
juicio. En este sentido, la objetivación pretende significar una conciencia de
la existencia de sujetos y objetos, y el hecho de ser uno mismo tanto sujeto
como objeto. Hegel, en esta línea, se refiere a ella como la esencia última del
sujeto, sin la cual no puede haber desarrollo. Adorno veía en una cierta
reificación un elemento necesario en el necesario de objetivación humana. Al
volverse más pesimista a cerca de la realización de una sociedad desreificada,
Adorno usa reificación y objetivación como sinónimos, consumando una retirada
desmoralizada de la diferencia que, sin duda, cada término reclama.
Creo
que puede ser instructivo aceptar los dos términos como sinónimos, no para
terminar aceptando ambos, sino para considerar la idea de exploración de la
alienación. Dicha alienación requiere una alienación del sujeto con respecto al
objeto, la cual es fundamental, parecería, para el propósito de reconciliarlos.
¿Cómo fui a parar a este horrendo presente, definible como una condición en la
cual el sujeto reificado y el objeto reificado se oponen mutuamente? ¿Cómo es
que, como William Desmond estableció, “la intimidad del ser es disuelta en la antítesis
moderna de sujeto y objeto”?.
Del
mismo modo que el mundo es modelado por medio de la objetivación, así
ocurre con el sujeto: percibe el mundo como un campo de objetos abiertos a la
manipulación. La objetivación se presenta como la base para la dominación de la
naturaleza, como su otro externo, alienado. Aún más claro es el uso del término
por Marx y Lukacs, como el camino natural por el cual los humanos dominan
el mundo.
El
movimiento que va de los objetos a la objetivación, de la realidad a las construcciones
de la realidad, es también el movimiento hacia la dominación y la
mixtificación. La objetivación es el punto de despegue de la cultura, en el que
la domesticación se hace posible. Alcanza su máximo potencial con la división
del trabajo; el principio del intercambio mismo se mueve en el nivel de la
objetivación. Los trabajos de Kafka, por otro lado, describen el resultado de
la objetivación de la lógica cultural, con su asombrosa ilustración de un
paisaje reificado que aplasta al sujeto.
La
representación y la producción son los planes de la reificación, la cual
consolida y extiende su imperio. Por último, la orientación distanciadora,
domesticadora, de la reificación decreta la creciente separación entre unos
sujetos reducidos, endurecidos, y un campo de la experiencia igualmente
objetivado. Como dice la corriente situacionista, hoy el ojo sólo ve cosas y
sus precios. La génesis de esta perspectiva es mucho más antigua de lo que su
formulación denota; el proyecto de desobjetivación puede obtener fuerza de la
condición humana que prevalecía antes del desarrollo de la reificación. Se
requiere un “futuro primitivo” donde una vida enredada con el mundo, y una
fluida, íntima, relación con la naturaleza, reemplazará el cosificado reino de
la civilización simbólica.
El
síntoma más temprano de la vida alienada es la muy gradual aparición del
tiempo. Como primera y más primordial reificación, el tiempo es virtualmente
sinónimo de alienación. Ahora estamos tan profundamente acostumbrados y
regulados por este “ello”, el cual , por su puesto, no tiene una existencia
concreta, , que pensar en una época precivilizada, fuera del tiempo, es
extremadamente difícil.
El
tiempo es el síntoma de los síntomas por venir. La relación entre sujeto y
objeto debe haber sido radicalmente diferente antes de que la distancia
temporal llegara a la psique. Ha venido a colocarse sobre nosotros como
una cosa externa – antecesor del trabajo y de la mercancía, separada y
dominante como fue descrito por Marx. Esta fuerza de des-representación implica
que la des-reificación significaría un retorno al presente eterno en el que
vivíamos antes de entrar en la fuerza atractiva de la historia.
E. M.
Cioran se pregunta: “¿Cómo puede contribuirse a rechazar lo absurdo del tiempo,
su marcha hacia el futuro, y todos los sin sentidos sobre la evolución y el
progreso? ¿Por qué ir hacia delante? ¿Por qué vivir en el tiempo?” La petición
de Walter Benjamin de romper la reificada continuidad de la historia, estaba
basada, de un modo un tanto parecido, en su anhelo por la integridad y unidad
de la experiencia. En un determinado punto, el momento mismo se vuelve
importante y no cuenta con otros momentos “en el tiempo”.
El
reloj fue, por supuesto, el que consumó la reificación, disociando el
tiempo de los acontecimientos humanos y los procesos naturales. Entonces, el
tiempo era completamente exterior a la vida y estaba encarnado en el primer
artilugio completamente mecánico. En el siglo XV Giovanni Tortelli escribió que
el reloj “parece estar vivo, ya que se mueve por su propio impulso” El tiempo
había pasado a medir sus contenidos, ya los contenidos no miden el tiempo.
Solemos decir que “no tenemos tiempo”, pero es la reificación básica, el
tiempo, el que nos tiene a nosotros.
La
vida fragmentada no puede convertirse en la norma sin la victoria anterior del
tiempo. La complejidad, particularidad y diversidad de todas las criaturas
vivientes no puede perderse en el territorio estandarizado de lo cuantitativo
sin esta objetivación clave. La pregunta por el origen de la reificación es una
cuestión apremiante que rara vez ha sido perseguida de un modo suficientemente
profundo. Un error frecuente ha sido confundir inteligencia con cultura; es
decir, la ausencia de cultura es vista como equivalente a la ausencia de inteligencia.
Esta conclusión se agrava aún más cuando la reificación es vista como inherente
a la naturaleza del funcionamiento de la mente. Desde Thomas Wynn y otros,
sabemos ahora que los humanos pre-históricos eran nuestros iguales en
inteligencia. Si la cultura es imposible sin objetivación, de ello no se
desprende que ésta sea inevitable, o deseable. Pese a lo receloso que era
Adorno con la idea de los orígenes, admitió que, en sus orígenes, la conducta
humana no contenía la objetivación. De un modo similar, Husserl fue capaz de
referirse a la integridad primordial de todas las conciencias antes que a su
disociación.
Captar
este tipo de vida se ha probado, a lo sumo, como esquivo. Lévi-Strauss comenzó
su trabajo antropológico con tal cuestión en mente: “Había estado buscando una
sociedad reducida a su expresión más simple. Esta de los nambikawara era
tan perfectamente simple que todo lo que podía encontrar eran existencias
humanas”. En otras palabras, en realidad estaba buscando cultura simbólica y se
veía mal equipado para reflexionar sobre el significado de su ausencia. Herbert
Marcuse quería que la historia de la humanidad se amoldara a la naturaleza como
una armonía sujeto-objeto, pero sabía que la “historia es la negación de la
naturaleza”. La perspectiva posmoderna celebra positivamente la presencia
reificante de la historia y la cultura negando la posibilidad de que un estadio
pre-objetivacional haya existido nunca. Habiendo sido vencidos por la
representación- y el resto de los presupuestos de la esterilidad del pasado, el
presente y el futuro- difícilmente podría esperarse que los posmodernistas
exploraran la génesis de la reificación.
Si no
la reificación original, el lenguaje es la más importante en sus consecuencias,
como piedra de toque de la cultura representacional. El lenguaje es la
reificación de la comunicación, un movimiento paradigmático que determina
cualquier otra separación de la mente. La variación que presenta el filósofo
W.V. Quine con respecto a esto, es que la reificación aparece con la
pronunciación.
“En el
principio era el verbo”, el principio de todo esto, que nos está matando,
limitando nuestra existencia a muchas cosas. Corolario de la simbolización, la
reificación es una esclerosis que asfixia aquello que tiene vida, que es
abierto, natural. En el lugar de la existencia se eleva el símbolo. Si nos
resulta imposible coincidir con nuestro ser, arguye Sartre, en El ser y la
nada, entonces lo simbólico es la medida de esta falta de coincidencia. La
reificación sella el pacto, y el lenguaje es su uso universal.
Una
mediación simbólica exhausta, que cada vez tiene menos que decir, prevalece en
un mundo donde la mediación es ahora vista como el hecho central, incluso
determinante, de la vida. En una existencia sin vitalidad o sentido, no queda
nada más que el lenguaje. La relación del lenguaje con la realidad ha dominado
la filosofía durante el siglo XX. Wittgestein, por ejemplo, estaba convencido
de que la fundación del lenguaje y del significado lingüístico es la base
primordial de la filosofía.
Este
“giro lingüístico” se muestra aún más profundo si consideramos la totalidad de
sentidos específicos del lenguaje, incluyendo su impacto original como un
radical cambio de rumbo. El lenguaje ha sido fundamental para la obligación de
objetivarnos a nosotros mismos, en un medio que crecientemente nos resulta
ajeno. Así, para Heidegger resulta absurdo decir que la verdad sobre el
lenguaje es que éste se resiste a ser objetivado. El acto reificante del
lenguaje empobrece la existencia mediante la creación de un universo de
significado suficiente en sí mismo. El caso extremo de “suficiente en sí mismo”
es el concepto de “Dios”, y su definición última es, de modo revelador, “Yo soy
el que soy” (Éxodo 4:14): Hemos llegado a considerar la naturaleza separada,
auto-inclusiva de la objetivación, como la cualidad más alta, por lo que
parece, en vez de cómo la degradación de lo “meramente” contingente,
relacional, conectado.
Hace
tiempo que ha sido reconocido que el pensamiento no es dependiente del lenguaje,
por más que el lenguaje limite las posibilidades de pensamiento Gottlob
Frege se preguntaba, si es posible pensar de un modo no reificado, ¿cómo se
explica el que el pensamiento pueda siempre ser reificado?. La respuesta no se
encontraría en el campo elegido por él, la lógica formal..
En
realidad, el lenguaje ha de proceder como un objeto externo al sujeto, y moldea
nuestro proceso cognitivo. La teoría psicoanalítica clásica ignora al lenguaje,
pero Melanie Klein estudia la simbolización como un precipitante de la
ansiedad. Traduciendo la intuición de Klein en términos culturales, la ansiedad
por la erosión de un mundo no-objetivado, provoca el lenguaje. Experimentamos
“la urgencia de empujar contra el lenguaje” cuando sentimos que hemos renunciado
a nuestras voces, y son dejadas sólo con el lenguaje. Lo enorme de esta pérdida
es sugerido en la definición de C.S. Pierce del “sí mismo” como consecuencia de
la simbolización; “mi lenguaje”, al contrario, “es la suma total de mi
ser mismo”, concluyó. Dada esta clase de reducción, no es difícil estar de
acuerdo con Lacan en que la iniciación en el mundo simbólico genera una
persistente añoranza que procede de la ausencia del mundo real. “La expresión
hablada no es más que un sustituto”, escribió Joyce en Finnegaan’s Wake.
El
lenguaje refuta toda apelación a lo inmediato desacreditando lo singular
e inmovilizando lo móvil. Sus elementos son entidades independientes de la
conciencia que los pronuncia, los cuales, en cambio, agobian dicha conciencia.
De acuerdo con Quine, esta reificación juega un papel en la creación de un
“sistema estructurado del mundo”, impidiendo las libres intenciones de la pura
experiencia. Quine no reconoce los aspectos que limitan su proyecto. En su
incompleto trabajo final, el fenomenólogo Merleau-Ponty comienza a explorar
cómo el lenguaje disminuye una riqueza original, cómo, en realidad, trabaja
contra la percepción.
En
efecto, el lenguaje, como un medio separado, facilita un sistema estructurado,
basado en sí mismo, que se enfrenta a la anárquica “libertad de fines” de la
experiencia. Lo consigue, básicamente al servicio de la división del trabajo,
evitando el aquí y ahora de la experiencia. “Ver es olvidar el nombre de la
cosa que uno ve”, una afirmación anti-reificación de Paul Valéry, nos sugiere
cómo las palabras se interponen en el camino de la aprehensión directa. Los
murngin del norte de Australia ven el acto de dar nombre como una especie de
muerte, como la pérdida de una integridad original. Un movimiento de pivote de
la reificación tuvo lugar cuando sucumbimos a los nombres y nuestros nombres
llegaron a ser inscritos en cartas. Quizá cuando más necesidad tenemos de
expresarnos por nosotros mismos, entera y completamente, es cuando el lenguaje
más claramente revela su reductiva e inarticulada naturaleza.
El
lenguaje mismo corrompe, como declaró Rousseau en su famoso sueño de una
comunidad despojada de él. El camino más allá de la aceptación de la
reificación implica romper con el viejo hechizo de la representación.
Otro
camino básico de la reificación es el ritual, el cual se origina como medio de
inculcar el orden conceptual y social. El ritual es un esquema de acción
objetivado, incluyendo una conducta simbólica que estandarizada y repetitiva.
Esta es la primera fetichización de la cultura, y apunta de un modo decisivo
hacia la domesticación. En relación a esto último, el ritual puede ser visto
como el modelo original de calculabilidad de la producción. Siguiendo estos
argumentos, Georges Condominas cambió la distinción comúnmente hecha entre
ritual y agricultura. Su trabajo de campo en el Sureste asiático le permitió
ver el ritual como un componente integrante de la tecnología de la agricultura
tradicional
Mircea
Eliade ha descrito los ritos religiosos como reales sólo hasta el punto en que
imitan o repiten simbólicamente algún tipo de evento arquetípico, añadiendo que
la participación sólo es sentida como genuina hasta el punto de esa
identificación; esto es, sólo hasta el punto en que el/la participante deja de
ser él mismo o ella misma. De este modo, el repetitivo acto ritual está
estrechamente relacionado con la esencia despersonalizadora y devaluadora, de
la división del trabajo y, al mismo tiempo, se acerca a una virtual definición
del proceso mismo de reificación. Perderse uno mismo sometiéndose a un
acontecimiento anterior, congelado: llegar a reificarse, algo que debe su
supuesta autenticidad a alguna reificación anterior.
La
religión, como el resto de la cultura, brota de la falsa idea de la necesidad
de luchar contra las fuerzas de la naturaleza. Los poderes de la
naturaleza son reificados, junto con aquellos de sus equivalentes religiosos o
mitológicos. Desde el animismo al deísmo, lo divino se desarrolla contra un
mundo natural descrito como amenazador y caótico. J.G. Fraizier vio los
fenómenos religiosos y mágicos como “la conversión consciente de lo que ha sido
hasta ahora considerado como ser viviente, en substancias impersonales”.
Deificar es reificar, y un descubrimiento realizado por el arqueólogo Juan
Vadeum en noviembre de 1997, nos ayuda a situar el contexto de domesticación de
este movimiento. En Chiapas, Méjico, Vadeum encontró cuatro tallas
de piedra mayas que representan los “abuelos” originales del poder y la
sabiduría. Significativamente, estas figuras de importancia seminal para la
religión y la cosmología mayas simbolizan la guerra, la agricultura, el
comercio y los tributos. Como apuntó Feuerbaach, todo paso importante en
la historia de la civilización humana empieza con la religión, y la religión
sirve a la civilización tanto sustantiva como formalmente. En su aspecto
formal, la naturaleza reificada de la religión es la contribución más potente
de todas.
El
arte es la otra temprana objetivación de la cultura, la cual es la que lo
convierte en una actividad separada y le otorga realidad. El arte es también
una cuasi-utópica promesa de felicidad, siempre incumplida. La traición reside
en gran parte en la reificación. De acuerdo con Heiddeger, “ser una obra de
arte significa fundar un mundo” pero este contra-mundo es impotente contra el
resto del mundo objetivado del cual forma parte.
Georg
Simmel describió el triunfo de la forma sobre la vida, el peligro que
representa para la individualidad el sometimiento a la forma. El dualismo
de la forma y el contenido es el anteproyecto de la reificación misma, y
participa en las divisiones básicas de la sociedad de clases. En lo básico, hay
una similitud abstracta y de algún modo estrecha en todas las manifestaciones
estéticas. Ello es debido a una severa restricción de lo sensual, enemigo
número uno de la reificación. Y, rememorando a Freud, es la represión del Eros
lo que hace posible la cultura. ¿Puede ser casualidad que los tres sentidos
excluidos del arte- tacto, olfato y gusto- sean los sentidos del amor sensual?.
Max
Weber reconocía que la cultura “aparece como la emancipación del hombre del
ciclo orgánicamente prescrito de la vida natural. Por esta razón,” continuaba,
“todo paso delante de la cultura, parece condenado a conducir a una pérdida de
sentido aún más devastadora”. A la representación de la cultura le sigue el
placer por la representación, que reemplaza al placer por sí mismo. El
deseo de crear cultura ignora la violencia en y de la cultura, una
violencia que es inevitable dadas las bases del a cultura en la fragmentación y
la separación.
Para
Homero, la idea de la barbarie era inseparable de la ausencia de agricultura.
Cultura y agricultura han estado siempre relacionadas por su base común de la
domesticación; perder lo natural que hay dentro de nosotros es perder la
naturaleza que está fuera. Uno deviene una cosa con el propósito de dominar las
cosas.
Hoy
día la cultura del capitalismo global abandona su pretensión de ser cultura, al
mismo tiempo que la producción de cultura excede la producción de bienes. La
reificación, el proceso de la cultura, domina cuando todo espera la
naturalización, en un entorno constantemente transformado que es “natural” sólo
en el nombre. Los objetos mismos –e incluso las relaciones “sociales” entre
ellos- son vistas como reales sólo en tanto que son reconocidos como existentes
en el espacio mediático o en el ciberespacio.
Una
reificación que domestica lo representa todo; incluyéndonos a nosotros, sus
objetos. Y esos objetos poseen cada vez menos originalidad o aura, como han
planteado muchos comentaristas desde Baudelaire y Morris a Benjamin y
Baudrillard”. “Ahora se esparcen desde América cosas vacías e indiferentes,
cosas falsas, una vida postiza”, escribió Rilke. Mientras tanto todo el mundo
natural se ha convertido en un mero objeto.
La
práctica posmoderna se para las cosas de su historia y contexto, como en el
recurso de insertar “comillas” o elementos arbitrariamente yuxtapuestos de
otros períodos en la música, la pintura o las novelas. Eso da a los objetos una
cierta autonomía desarraigada, mientras que los sujetos tienen poca o ninguna.
Parecemos
ser objetos destruidos por la objetivación, con nuestra grandeza y autenticidad
perdidas. Somos como el esquizofrénico que se ve a sí mismo activamente como a
una cosa.
Hay
una frialdad, incluso una falta de vida, cada vez más imposible de negar. Una
palpable situación de “algo ausente” es inherente al indiscutible
empobrecimiento de un mundo que se objetiviza a sí mismo. Nuestra única
esperanza puede residir, precisamente, en el hecho de que la locura del
conjunto es sólo aparente.
Todavía
sostienen algunos que la reificación es una necesidad ontológica en un mundo
complejo, lo cual es exactamente lo significativo. El acto de des-reificación
debe ser la vuelta a una vida simple, no dividida. La vida congelada y
disimulada en las cosas no puede volver a despertar sin una vasta
de-construcción de este cada vez más estandarizado, masificado, extraviado
mundo.
Hasta
fecha muy reciente –hasta la civilización- la naturaleza fue un sujeto, no un
objeto. En las sociedades de cazadores-recolectores no existía una división
estricta o una jerarquía entre lo humano y lo no humano. Es preciso restaurar
la naturaleza participativa de las conexiones desvanecidas, aquella condición en
que el sentido estaba vivo, no objetivado en una cuadrícula de cultura
simbólica. La visión tan positiva que tenemos ahora de la prehistoria supone
una perspectiva de recuerdo anticipatorio: ahí está el horizonte de la
reconciliación sujeto-objeto.
Esta
anterior participación con la naturaleza es el reverso de la dominación y el
distanciamiento que se encuentra en el corazón de la reificación. Nos recuerda
que todo deseo es un deseo de relación, tanto reciproca como animada. Hacer de
ello algo cercano, o presente, constituye un proyecto práctico gigantesco, que
pondrá fin a esta época oscura.
JOHN
ZERZAN*
(Traducción
de Francisco Campuzano)
* Este trabajo, titulado originalmente “Things
We Do”, apareció en la revista Anarchy (Columbia), nº 45,
primavera-verano de 1998.
* John Zerzan es un filósofo y
sociólogo. Vinculado al ala “primitivista” del anarquismo norteamericano, su
nombre saltó relativamente a la fama tras los acontecimientos de Seattle de
hace dos años, de los cuales se les considera inspirador. Colabora habitualmente
con la revista Anarchy.
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