Francisco Ide en su
nuevo libro Yakuza (Cinosargo 2014) se adentra en el mundo de las mafias
japonesas priorizando la escritura sobre la piel: tatuajes, cicatrices e
injertos, piezas dentales que hablan de la belleza tras lo grotesco y una serie
de colores que marcan el telón de fondo para una semiosis cinematográfica en la
cual estallan objetos, vidrios, televisores y automóviles que se mixturan;
matices de dragones, peces y otros estímulos sinestésicos que reposan en
el degradé de una guayabera. Hablo de semas que comunican la degradación de la carne
y de una celebración en torno a aspectos vitalistas que nos transportan desde elEros al Thánathos: los ritos de iniciación, el auto-sacrificio,
juegos que conectan el sexo con la muerte; las armas como una extensión
del sexo, la masculinidad y el honor.
En Yakuza atestiguamos
una cruzada de amor y pérdidas:
Tengo la piel poblada de monstruos sin historia.
Ya no
habito el lenguaje capaz de nombrar
ciruelos y katanas indistintamente.
Recuerdo
el contacto de tu piel, la temperatura:
le han dado mis falanges mutiladas a
los cerdos
mis dedos te recorren todavía entre jugos gástricos.
La poesía de Ide es un
canto al solipsismo y la testosterona que subsiste con tozudez en la épica del
guerrero. Códigos que nos remontan al mito de los samuráis y al western.
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