IRMA CARRASCO
Puebla, México, 1910-México D. F., 1966
Poetisa mexicana de tendencia mística y de expresión desgarrada. A los veinte años publicó su primera colección de versos, La voz por ti marchita, en donde se aprecia una lectura voluntariosa, en ocasiones fanática, de Sor Juana Inés de la Cruz.
De
abuelos y padres porfiristas, su hermano mayor, sacerdote, abraza el
ideal cristero y muere fusilado en 1928. En 1933 aparece El Destino de las Mujeres, en donde se confiesa enamorada de Dios, de la Vida y de un nuevo amanecer mexicano que indistintamente llama resurrección, despertar, soñar, enamorarse, perdonar y casarse.
De
carácter abierto, frecuenta tanto los salones de la buena sociedad
mexicana como los cenáculos del nuevo arte en donde su simpatía y
franqueza conquistan de inmediato a los pintores y escritores
revolucionarios quienes la admiten encantados pese a conocer de sobra
sus ideas conservadoras.
En 1934 publica La Paradoja de la Nube, quince sonetos gongorinos, y Retablo de Volcanes, poemas íntimos y de alguna forma precursores de un feminismo católico y avant la lettre. Su
capacidad creativa es desbordante. Su optimismo, contagioso. Su
personalidad es exquisita. Su aspecto físico transmite belleza y
serenidad.
En 1935 se casa, tras un
noviazgo de cinco meses demasiado corto para la época, con Gabino
Barreda, arquitecto natural de Hermosillo, Sonora, estalinista
semiclandestino y público donjuán. La luna de miel transcurre en el
desierto de Sonora, cuyas soledades inspiran por igual a Irma Carrasco
que a Barreda.
Al regreso se instalan
en una casa colonial de Coyoacán que Barreda transforma en la primera
casa colonial con paredes de acero y cristal. Exteriormente conforman
una pareja envidiable: ambos son jóvenes y no les falta el dinero,
Barreda es el prototipo del arquitecto brillante, idealista, con grandes
proyectos para las nuevas ciudades del continente; Irma es el prototipo
de la mujer hermosa, segura de su casta, orgullosa pero inteligente y
serena, el timón necesario para llevar a buen puerto un matrimonio de
artistas.
La vida real, no obstante,
es diferente y para Irma no está exenta de desengaños. Barreda la engaña
con vicetiples de tres al cuarto. Barreda no se anda con
contemplaciones y la golpea casi a diario. Barreda la suele despreciar
públicamente, a ella y a su familia, a quienes trata de «cristeros jijos
de la chingada» o «carne podrida de paredón», delante de amigos y
desconocidos. La vida real, en ocasiones, se parece demasiado a una
pesadilla.
En 1937 viajan a España.
Barreda va a salvar la República. Irma va a salvar su matrimonio. En
Madrid, mientras la aviación franquista bombardea la ciudad, Irma
recibe, en la habitación 304 del Hotel Splendor, la paliza más brutal de
su vida.
Al día siguiente, sin
decirle nada a su marido abandona la capital de España con destino a
París. Una semana después Barreda sale en su busca, pero Irma ya no está
en París: se ha pasado a la zona nacional y vive en Burgos en donde
obtiene la ayuda de la madre superiora del convento de las Carmelitas
Descalzas, lejanamente emparentada con su familia.
Durante
el resto de la guerra su vida es leyenda. Se dice que hizo de enfermera
en puestos de socorro de primera línea, que representó como autora y
actriz retablos morales para los soldados, que conoció e hizo amistad
con los poetas católicos colombianos Ignacio Zubieta y Jesús
Fernández-Gómez, que el general Muñoz Grandes la vio y se puso a llorar
porque supo de inmediato que jamás sería suya, que los jóvenes poetas
falangistas la conocían por el cariñoso apodo de Guadalupe o el ángel de las trincheras.
En 1939 publica en Salamanca El Triunfo de la Virtud o el Triunfo de Dios, plaquette de
cinco poemas en donde celebra en finos hemistiquios la victoria
franquista. En 1940, instalada en Madrid, aparece otro libro de poesía, El Regalo de España y una obra de teatro que no tardará en ser representada con éxito y más tarde llevada al cine: La Noche Serena de Burgos, pieza
que hurga en las felices vicisitudes de una novicia a punto de tomar
los hábitos. En 1941 recorre Europa en una triunfal gira de promoción de
artistas españoles contratados por el Ministerio de Cultura alemán.
Visita Roma y Grecia, Rumania (en donde frecuentará la casa del general
Entrescu y conocerá a su novia, la poetisa argentina Daniela de
Montecristo por la que sentirá una aversión instantánea: todas las evidencias me llevan a concluir que esta mujer es una p..., escribirá
en su Diario) y Hungría, navega en barca por el Rin y por el Danubio,
renace y vuelve a brillar en todo su esplendor un talento oscurecido por
la falta de estímulos y por la falta o el exceso de amor. Este renacer
trae consigo los gérmenes de una nueva y apasionada ocupación: la del
periodismo. Escribe artículos, semblanzas de personajes políticos o
militares, describe con detalles vividos y pintorescos las ciudades que
visita, se ocupa de la moda de París y de los problemas e intereses de
la curia vaticana. Sus crónicas se publican en revistas y periódicos de
México, Argentina, Bolivia y Paraguay.
En
1942 México declara la guerra a las potencias del Eje y aunque a Irma
Carrasco la medida le parece, literalmente, una patochada o en el mejor
de los casos una broma ridicula, ante todo es mexicana y decide volver a
España y esperar el desarrollo de los acontecimientos.
En abril de 1946, un día después del estreno de su pieza dramática La luna en sus ojos en
el madrileño teatro Principal, con un discreto éxito de crítica y de
público, llaman a la puerta de su sencillo pero confortable piso de
Lavapiés y aparece en escena, otra vez, Barreda.
El
arquitecto, que ahora vive en Nueva York, ha venido a rehacer su
matrimonio. Pide perdón de rodillas, promete y jura todo aquello que
Irma Carrasco desea escuchar. Los rescoldos del primer amor vuelven a
arder. El corazón sensible de la mexicana hace el resto.
Vuelven
a América. Barreda, en efecto, ha cambiado. Durante la travesía se
desvive en atenciones y muestras de afecto. El barco que los ha traído
de Europa llega a Nueva York. El departamento que tiene Barreda en la
Tercera Avenida está preparado expresamente para recibir a Irma. Durante
tres meses viven una nueva luna de miel. En Nueva York, Irma
experimenta instantes de gran felicidad. Deciden tener hijos lo antes
posible pero Irma no queda embarazada.
En
1947 el matrimonio regresa a México. Barreda reinicia el trato diario
con sus antiguas amistades. Éstas o el aire de México lo transforman
nuevamente en el temido Barreda de antes de la reconciliación: su
carácter se ofusca, vuelve a la bebida y a las vicetiples, ya no escucha
a su mujer, no le habla, pronto llegan los primeros maltratos de
palabra y una noche, tras defender Irma delante de unos amigos la
honradez y los logros del régimen franquista, Barreda vuelve a
golpearla.
Al primer brote de
violencia matrimonial le siguen, en tromba, nuevos y casi diarios
maltratos. Pero Irma está escribiendo y eso la salva. Palizas, insultos,
todo tipo de vejaciones soporta sin abandonar la pluma, recluida en una
habitación de su casa de Coyoacán mientras Barreda se entrega al
alcohol y a las discusiones interminables en el seno del Partido
Comunista Mexicano. En 1948 termina una obra de teatro, Juan Diego, pieza
extraña y sutil en donde dos actores dan vida al indio guadalupano y a
su ángel de la guarda en su paso por el Purgatorio, una travesía que al
parecer es eterna porque el Purgatorio, parece querer decirnos la
autora, es eterno. Después del estreno Salvador Novo felicita a Irma en
los camerinos, le besa la mano, se dicen mutuamente zalamerías; Barreda,
mientras conversa o finge conversar con algunos amigos, no le quita la
vista de encima. Cada vez parece más nervioso. La figura de Irma
adquiere a sus ojos proporciones gigantescas. Suda en abundancia,
tartamudea. Hasta que definitivamente pierde el control de la situación:
se aproxima a empellones, insulta a Novo y abofetea repetidas veces a
Irma ante la consternación de los presentes que tardan más de lo debido
en separarlos.
Tres días más tarde, Barreda es detenido junto con la mitad del comité central del Partido. Irma, una vez más, está libre.
Pero
no abandona a Barreda. Lo visita, le lleva libros de arquitectura y
novelas policíacas, se preocupa de que se alimente bien, mantiene
charlas interminables con su abogado, se hace cargo de sus negocios
pendientes. En Lecumberri, en donde permanece seis meses, Barreda riñe
con sus compañeros quienes tienen ocasión de comprobar personalmente lo
insoportable que puede llegar a ser semejante carácter en un espacio
reducido. Se salva por poco de ser ajusticiado por sus propios
correligionarios. Al salir abandona el Partido, abjura públicamente de
su militancia y se marcha con Irma a Nueva York. Todo hace presagiar que
iniciarán, una vez más, una nueva vida. Lejos de México Irma confía en
que su matrimonio recobre la felicidad, la armonía. No es así: Barreda
está resentido y es Irma quien paga los platos rotos. La vida en Nueva
York, en donde tan felices habían sido, se convierte en un infierno
hasta que una mañana Irma decide dejarlo todo, toma el primer autobús y
al cabo de tres días está de vuelta en México.
No volverán a verse hasta 1952. Para entonces Irma ha estrenado otras dos obras de teatro, Carlota, emperatriz de México y El Milagro de Peralvillo, ambas de carácter religioso. Y ha aparecido su primera novela, La Colina de los Zopilotes, recreación
de los últimos días de vida de su único hermano, que provoca opiniones
encontradas en la crítica mexicana. Según algunos, Irma propone sin más
la vuelta al México de 1899 como única forma de salvar un país al borde
del desastre. Según otros, se trata de una novela apocalíptica en donde
se atisban los desastres futuros de la nación que nadie podrá impedir o
conjurar. La colina de los zopilotes que da título a la novela, y que es
el lugar en donde muere fusilado su hermano, el padre Joaquín María,
cuyas reflexiones y recuerdos constituyen el grueso de la obra,
representa la geografía futura de México, yerma, desolada, escenario
perfecto para nuevos crímenes. El jefe del pelotón de fusilamiento, el
capitán Álvarez, representa al PRI, el partido gobernante y timonel del
desastre. Los soldados del pelotón son el pueblo mexicano engañado,
descristianizado, que asiste impertérrito a su propio funeral. El
periodista de un rotativo del D. E representa a los intelectuales
mexicanos, vacíos y ateos, interesados únicamente en el dinero. El viejo
cura disfrazado de campesino que observa el fusilamiento a la distancia
ejemplifica la actitud de la madre Iglesia, cansada y atemorizada ante
la violencia de los hombres. El viajante de comercio griego, Yorgos
Karantonis, que se informa en el pueblo del fusilamiento y sube a la
colina por curiosidad, sólo por matar el tiempo, encarna la esperanza:
Karantonis cae de rodillas llorando en el momento en que el padre
Joaquín María es acribillado. Y finalmente los niños que al otro lado de
la colina, de espaldas al fusilamiento, juegan a tirarse piedras,
representan el futuro de México, la guerra civil y la ignorancia.
El único sistema político en el que creo a ojos cerrados, dice en una entrevista a la revista femenina Labores de Casa, es el teocrático, aunque el generalísimo Franco tampoco lo está haciendo tan mal.
El mundo literario mexicano, casi sin excepción, le gira la espalda.
En
1953, reconciliada con Barreda que se ha convertido en un arquitecto de
renombre, viajan por Oriente: Hawai, Japón, Filipinas, la India
servirán de inspiración para sus nuevos poemas, La Virgen de Asia, sonetos acerados que hurgan en la herida del mundo moderno. La propuesta de Irma, esta vez, es volver a la España del siglo xvi.
En 1955 es hospitalizada con varias fracturas y contusiones múltiples.
Barreda,
que ahora se confiesa libertario, llega a la cúspide de su fama: es un
arquitecto reconocido internacionalmente y en su taller se acumulan los
proyectos que le solicitan de todas partes del mundo. Irma, por el
contrario, abandona la creación de piezas dramáticas y se dedica a su
casa, a la vida social junto con su marido y a la laboriosa ejecución de
una obra poética que sólo se conocerá tras su muerte. En 1960 Barreda
intenta divorciarse por primera vez. Irma se niega utilizando para ello
todos los recursos a su alcance. Un año después Barreda la abandona
definitivamente dejando el asunto en manos de sus abogados. Éstos
presionan a Irma, la amenazan con quitarle el dinero, con el escándalo
público, apelan a su sentido común y a su buen corazón (la mujer con la
que Barreda vive en Los Ángeles está a punto de dar a luz), pero nada
consiguen.
En 1963 Barreda la visita
por última vez. Irma está enferma y no es del todo imposible suponer que
el arquitecto sintiera piedad, o curiosidad, o algo parecido.
Irma
lo recibe en la sala, vestida con su mejor traje. Barreda llega
acompañado por su hijo de dos años; afuera, en el coche, se ha quedado
su mujer, una norteamericana veinte años más joven que Irma, embarazada
de seis meses. El encuentro, el último que tendrán, es tenso y en
ocasiones dramático. Barreda se interesa por su salud, incluso por su
poesía. ¿Todavía escribes?, le pregunta. Irma asiente con gravedad. El
hijo de Barreda la inquieta y la inhibe al principio. Luego se sobrepone
y adopta un tono distante que poco a poco se va haciendo más irónico y
soterradamente agresivo. Cuando Barreda menciona a los abogados y la
necesidad del divorcio, Irma lo mira a los ojos (a él y a su hijo) y
vuelve a negarse en redondo. Barreda no insiste. Vengo como amigo, dice.
¿Amigo, tú? Irma está señorial. Tú no eres mi amigo sino mi esposo,
declara. Barreda sonríe. Los años han limado su carácter de asperezas o
eso pretende aparentar o tal vez Irma le importa tan poco que ya ni
siquiera es capaz de enojarse. El niño no se mueve. Irma,
compadecida, le sugiere tímidamente que vaya a jugar al patio. Cuando se
quedan solos Barreda menciona la necesidad de que los niños se críen en
el seno de un matrimonio bien constituido. Tú qué sabes, le replica
Irma. Es verdad, admite Barreda, yo qué sé. Beben. Barreda, tequila
Sauza. Irma, rompope. El niño juega en el patio; la sirvienta de Irma,
casi una niña también, juega con él. En la penumbra de la sala Barreda
bebe su tequila y hace observaciones banales sobre el estado de
conservación de la casa, luego anuncia que tiene que marcharse. Irma se
levanta antes que lo haga él y con una velocidad endiablada vuelve a
llenarle la copa. Brindemos, dice. Por nosotros, dice Barreda, por la
buena suerte. Se miran a los ojos. Barreda empieza a sentirse incómodo.
Irma tuerce los labios en una mueca que puede ser de desprecio o
crispación y arroja el vaso de rompope al suelo. Éste se estrella y
sobre las baldosas blancas se derrama el líquido amarillo. Barreda, que
por un momento ha pensado que le iba a lanzar el vaso a la cara, la mira
con sorpresa y alarma. Pégame, le dice Irma. Anda, pégame, pégame, y
adelanta el torso hacia su ex marido. Los gritos son cada vez más
fuertes. En el patio, sin embargo, el niño y la sirvienta siguen
jugando. Barreda los observa con el rabillo del ojo: le parecen inmersos
en otro tiempo, no, en otra dimensión. Luego mira a Irma y por un
segundo (que olvidará de inmediato) tiene una vaga noción del horror. Al
marcharse, al cruzar la puerta de la calle con su hijo en brazos aún
cree escuchar los ahogados gritos de Irma que se ha quedado sola en la
sala, de pie, ajena a todo menos a su último acto conyugal, sorda a todo
menos a su voz que repite dulcemente una invitación o un exorcismo o un
poema, la parte sin piel del poema, más corto que cualquier haikú de
Tablada, su único poema experimental, por decirlo de alguna manera.
Y ya no hay más poemas ni más vasitos de rompope sino un silencio religioso y sepulcral hasta la muerte.
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