AMADO COUTO
Juiz de Fora, Brasil,
1948-París, 1989
Couto
escribió un libro de cuentos que ninguna editorial aceptó. El libro se perdió.
Luego entró a trabajar en los Escuadrones de la Muerte y secuestró y ayudó a
torturar y vio cómo mataban a algunos pero él seguía pensando en la literatura
y más precisamente en lo que necesitaba la literatura brasileña. Vanguardia,
necesitaba, letras experimentales, dinamita, pero no como los hermanos Campos
que le parecían aburridos, un par de profesorazos desnatados, ni como Osman
Lins que le parecía francamente ilegible (¿entonces por qué publicaban a Osman
Lins y no sus cuentos?), sino algo moderno pero más bien tirando para su
parcela, algo policíaco (pero brasileño, no norteamericano), un continuador de
Rubem Fonseca, para entendernos. Ése escribía bien aunque decían que era un
hijo de puta, a él no le constaba. Un día pensó, mientras esperaba con el coche
en un descampado, que no sería mala idea secuestrar y hacerle algo a Fonseca.
Se lo dijo a sus jefes y éstos lo escucharon. Pero la idea no se llevó a cabo.
Meter a Fonseca en el corazón de una verdadera novela nubló e iluminó los
sueños de Couto. Los jefes tenían jefes y en alguna parte de la cadena el
nombre de Fonseca se evaporaba, dejaba de existir, pero en su cadena privada el
nombre de Fonseca cada vez era mayor, más prestigioso, más abierto y receptivo
a su entrada, como si la palabra Fonseca fuera una herida y la palabra
Couto un arma. Así que leyó a Fonseca, leyó la herida hasta que ésta empezó
como a supurar, y luego cayó enfermo y sus compañeros lo llevaron a un hospital
y dicen que deliró: vio la gran novela policíaco-brasileña en un pabellón de
hepatología, la vio con detalles, con trama, nudo y desenlace y le pareció que
estaba en el desierto de Egipto y que se acercaba como una ola (él era una
ola) a las pirámides en construcción. Escribió, pues, la novela y la publicó.
La novela se llamaba Nada que decir y era una novela policíaca. El héroe
se llamaba Paulinho y a veces era el chófer de unos señores y otras veces era
un detective y otras un esqueleto que fumaba en un pasillo escuchando gritos
lejanos, un esqueleto que entraba a todas las casas (a todas no, sólo a las
casas de la clase media o de los pobres de solemnidad) pero que nunca se
acercaba demasiado a las personas. Publicó la novela en la colección Pistola
Negra, que editaba policíacos norteamericanos, franceses y brasileños, más
brasileños últimamente porque escaseaba el dinero para pagar royalties. Y sus
compañeros leyeron la novela y casi ninguno la entendió. Para entonces ya no
salían en coche juntos ni secuestraban ni torturaban aunque alguno todavía
mataba. Tengo que despegarme de esta gente y ser escritor, escribió en alguna
parte Couto. Pero era trabajoso. Una vez intentó ver a Fonseca. Según Couto, se
miraron. Qué viejo está, pensó, ya no es Mandrake ni es nadie, pero se hubiera
cambiado por él aunque fuera sólo una semana. También pensó que la mirada de
Fonseca era más dura que la suya. Yo vivo entre pirañas, escribió, pero don
Rubem Fonseca vive en una pecera de tiburones metafísicos. Le escribió una
carta. No recibió contestación. Así que escribió otra novela, La Última
Palabra, que le publicó Pistola Negra y que ponía en escena otra vez a
Paulinho y que en el fondo era como si Couto se desnudara delante de Fonseca
sin ningún pudor, como si le dijera aquí estoy yo, solo, cargando con mis
pirañas mientras mis compañeros recorren las calles céntricas, de madrugada,
como los hombres del saco llevándose niños, el misterio de la escritura. Y
aunque probablemente supo que Fonseca jamás leería sus novelas, siguió
escribiendo. En La Última Palabra aparecían más esqueletos. Paulinho ya
casi todo el día era un esqueleto. Sus clientes eran esqueletos. La gente con
la que Paulinho conversaba, follaba, comía (aunque por regla comía solo),
también eran esqueletos. Y en la tercera novela, La Mudita, las
principales ciudades del Brasil eran como esqueletos enormes, y también los
pueblos eran como esqueletos pequeños, esqueletos infantiles, y a veces hasta
las palabras se habían metamorfoseado en huesos. Y ya no escribió más. Alguien
le dijo que sus compañeros de la recogida estaban desapareciendo, le entró
miedo, es decir le entró más miedo al cuerpo. Intentó volver tras sus pasos,
encontrar caras conocidas, pero todo había cambiado mientras él escribía.
Algunos desconocidos empezaban a hablar de sus novelas. Uno de ellos podría
haber sido Fonseca, pero no era. Lo tuve en mis manos, anotó en su diario antes
de desaparecer como un sueño. Después se fue a París y allí se ahorcó en un
cuarto del hotel La Gréce.
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