martes, 10 de enero de 2012

Borrador sobre la literatura independiente y sus fantasmagorías: Excelente artículo de Cristian J. Franco



Borrador sobre la literatura independiente y sus fantasmagorías


Si bien seguramente no pase de ser una cuestión en buena medida banal, la discusión en torno a la “literatura independiente” y sus inmediaciones parece ser (a dios gracias) un debate todavía abierto. ¿Qué es?, ¿para qué sirve?, ¿dónde está?, ¿con qué se come?, ¿quién la conoce?: oscuros enigmas que una y otra vez se reiteran cuando sale a la palestra ese álgido tema que nos preocupa a unos cuantos y deja indiferentes, inertes o bastante desinteresados al (aprox.) 99,99% de la humanidad.
No está mal, sin embargo, —si acaso nos interesa rescatarla de las tinieblas y la vacuidad en las que suele encallar con preocupante frecuencia— darse una vueltita por algunos de los usos y abusos a los que solemos someter esa incierta categoría, aunque más no sea para rozar algunos de los problemitas que quedan tapados cuando, sin demasiada precisión ni cuidado, hablamos de “literatura independiente”.


Seamos independientes, que lo demás no importa nada…

Entiendo que, actualmente, en sus acepciones más difundidas el concepto “literatura independiente” no pasa de ser, por lo general, una etiqueta adherida sin demasiada discreción a una gama bastante heterogénea de productos literarios ubicados en lo que podríamos llamar, de una manera algo rimbombante, márgenes de la industria cultural[1]; para peor, no es poco habitual que se trate, además, de una auto-etiqueta; o sea: temeroso de que dentro del enquilombado zoológico de la literatura lo vayan a meter en una jaula que no sea la que le corresponde, es el escritor mismo quien, presuroso y previsor, se estampa en la frente el cartelito de “independiente”, solidario así del trabajo de aquellos que se solazan en la rotulación y cuidadosa demarcación de los accidentados terrenos de la literatura. Tampoco es raro que, complementando lo anterior, este rótulo funcione como una especie de bálsamo auto-justificante (y auto-exaltante): a cualquiera que escriba cualquier cosa le bastará con anexarse el mote de “independiente” para así, de inmediato y como por arte de magia, hacerse acreedor del derecho a pertenecer a una especie de imprecisa y sediciosa cofradía dedicada a infringir los difusos límites de los cánones literarios en boga[2].
En todo caso, lo “independiente”, cuando se reivindica a viva voz como pauta estética, usualmente no pasa —en estos tiempos y en el campo de la literatura— de actuar como justificativo ad hoc para anémicas chácharas con tintes pretendidamente vanguardistas; discursitos diluidos en gastadas vaguedades que oscilan desde exhortaciones conmovedoras acerca de la “libertad del escritor” y su urgente misión social como portador de una “visión alternativa de la realidad”, hasta denodadas apologías de cualquier efusión verbal auto-editada en económico formato (si es pseudotransgresora, mucho mejor) que se distribuya en trenes o barcitos o placitas o ferias, superando muy —pero muy— de vez en cuando el estadio de una fácil y acrítica sobrevaloración de lo marginal por su simple condición de tal.
Es que con el uso de la palabrita “independiente” adjetivando a la palabrita “literatura”, lo que se suele buscar no es más que ejercer sobre esta última una especie de efecto tonificador, revitalizante. Así, no es extraño que en las invocaciones a lo “independiente” y sus virtudes se filtren con demasiada frecuencia trilladas alusiones a esa vieja (y —¿hace falta repetirlo?— falsa) antinomia entre vida y literatura: el escritor independiente sería, entonces, aquel que —en un gesto heroico y cuasi sacrificial— elije la vida en lugar de la literatura (elección que, generalmente, no produce otro resultado que el de limitarse a escribir mal en lugar de hacer el intento de escribir bien[3]). Agregando algún velado (o no tanto) escarnio de “la Literatura”, —empardándola, no sin cierta liviandad, con lo académico, lo canonizado, institucionalizado, elitista, lo meramente “esteticista” o “torremarfilesco” o “purista”, etc.—, se llega a la apresurada (y a esta altura ya bastante anacrónica) conclusión de que, para poder rescatarla de la decadencia, el escritor independiente debe someter “la Literatura” al imperio purificador de “la Vida”[4].
Así, que algunos paladines de lo “independiente” lleguen a autoerigirse como los destinados a “salvar la literatura”, actuando desde una especie de privilegiado lugar adecuadamente depurado de los vicios que la estarían llevando a su tan anunciada y suntuosa (y siempre pospuesta) muerte, no es más que una de las consecuencias lógicas de todo lo anterior.


¿Y la literatura independiente dónde está?

Como se ve, si realmente se quiere hacer de él un uso crítico y fértil, hace falta despegar al concepto “literatura independiente” de ciertos usos superficiales y gastados que se han ido instalando en nuestro sentido común. Personalmente, creo que una crítica a las utilizaciones triviales de esta categoría (que en los párrafos anteriores apenas he esbozado torpemente y sin agotarla) es lo primero que se hace necesario para operar en ella una resignificación: convertirla en un concepto operativo que sea más que una etiqueta de moda requiere repensar sus aristas y revisar sus grietas.
Vuelvo entonces al principio: si la “literatura independiente” es aquella literatura que se encuentra por fuera o en los márgenes de eso que llamamos industria cultural (representada en este terreno por, digamos, las grandes editoriales transnacionales y sus mecanismos y circuitos de difusión y legitimación locales), habría que pensar qué es lo que esto significa y los problemas que plantea. Porque hablar de “literatura independiente” significaría, según creo, analizar de qué modo una práctica artística específica se inserta de modos distintos a los hegemónicos dentro de las tensiones y contradicciones del campo cultural; por esto, quizás no alcance con decir que la “literatura independiente” es aquella que se mantiene al margen —en una especie de lúcida e invulnerable fortaleza— de cualquier tipo de poder político o económico: hay que preguntarse acerca de cuáles son las condiciones concretas y específicas en las que esa literatura se produce, distribuye, circula y apropia, los canales y soportes que utiliza, los efectos materiales y simbólicos que produce, su forma de articularse con el resto de los componentes del campo cultural (instituciones, medios, discursos, modas, circuitos) y sus relaciones con los niveles social, económico y político; y todo esto sin perder de vista que, si seguimos conviniendo en considerar a la “literatura independiente” como aquella que se produce y encuentra su hábitat en cierta periferia, es inevitable que —además de intentar caracterizar esa periferia, ese margen— tengamos que preguntarnos acerca de cuál es la dialéctica que (inevitablemente) mantiene con el centro.
Por otro lado, habría que hablar de la “literatura independiente” no como algo consolidado y definido, como una especie de corpus del que se pueda establecer claramente sus límites y alcances, sino como un proyecto y como un proceso social en devenir; como aquello que se produce mediante una forma particular de insertarse y actuar en los distintos niveles y tensiones del campo cultural mediante una praxis social alternativa.
Digo praxis porque creo que es necesario acentuar la dimensión material (es decir económica e histórica, y no sólo simbólica) que requiere un análisis profundo y una posible proyección de eso que llamamos “literatura independiente”. Digo social porque no hay que limitarse a considerar como constituyente de dicha praxis la actuación de individuos-escritores que en su épica e impoluta soledad luchan contra la industria cultural dominante[5]: debe interesarnos el escritor como productor de una obra que (social e históricamente condicionada) va a hacer entrar en circulación en su sociedad, actuando dentro, a través y contra los límites que ésta le imponga. Digo alternativa porque se supone que esa praxis social debería estar basada en una lógica distinta a la lógica hegemónica del capitalismo y apuntar a tejer nuevos tipos de relaciones en lo que hace a la producción, propiedad, distribución y circulación de la literatura, ya que siempre está presente el riesgo de reproducir a nivel micro-marginal (sea por ingenuidad o cualquier otra razón) el mismo funcionamiento mercantilista y fetichista de la industria cultural dominante.
Es claro que desde esta perspectiva, de alguna manera estamos dejando de hablar específicamente de literatura para deslizarnos a un campo mucho más amplio y espinoso. Es decir: referirnos a la literatura independiente como aquella que, mediante una praxis social alternativa, busca y construye su espacio al margen de la industria cultural hegemónica y su aparato de comercialización, circulación, apropiación y legitimación, no nos dice mucho en realidad acerca de las posibles características de esa literatura en cuanto a sus formas o contenidos, más bien nos obliga a abordar una serie de problemas que tienen más que ver con las tensiones socioeconómicas y políticas que atraviesan el campo cultural en general, que con lo propiamente “literario”.
Creo que este deslizamiento es necesario para alejarnos de aquellos enfoques que, por imprecisos y superficiales, se limitan a categorizar lo independiente a partir de la presencia de un supuesto “contenido alternativo” en las obras, o por la utilización de formas o procedimientos pretendidamente “transgresores”. Definir la literatura independiente por sus contenidos o por sus formas implica no poder diferenciarla en última instancia de la literatura que circula y se legitima socialmente a través de los canales hegemónicos[6]; de hecho, creo que es imposible establecer una distinción clara entre ambas “literaturas” desde lo propiamente estético, más allá de que algunos pretendan elevar al rango de “valor literario” el saludable ejercicio de mantenerse a distancia segura de la lógica caníbal del mercado capitalista[7].


A la intemperie

En definitiva, hablar de literatura independiente debería significar la revaloración de todo un conjunto complejo de prácticas (que incluyen y articulan desde el proceso mismo de escritura hasta las formas de edición, circulación y legitimación) que surgen en oposición y como alternativa viable a los espacios y voces hegemónicos que pretenden erigirse a sí mismos como la única posibilidad de existencia para la literatura. Prácticas que se enlazan con los diferentes lugares y formas de resistencia que históricamente se han construido para dar cabida a una literatura que no quiere ser sometida a la neutralización-mercantilización operada por la industria cultural.
Pero lejos de fundarse en las certezas fáciles y adormecedoras que constituyen la monocorde banda de sonido de nuestra posmodernidad, creo que la única tierra fértil para la literatura independiente es la incertidumbre. Es quizás en la alegría y el dolor de lo incierto, del salto en el vacío que da origen a todo arte genuino, que una literatura independiente será posible. Por eso tenemos que asumir el riesgo que implica construir un espacio que esté más allá de las retorcidas exigencias de los mecanismos que dominan el campo cultural: hacernos cargo de que el único lugar que nos queda, el último refugio verdaderamente nuestro, es la cruda y deliciosa intemperie.
Y en el camino, tratemos también, como quería Borges, de ser buenos o tolerables escritores.


Cristian J. Franco
editor de escrituras.indie


[1] Para una aproximación suave a la perspectiva adorniana de la industria cultural, podemos recurrir a Sarlo y Altamirano: “Tanto por sus objetivos como por sus métodos, la industria cultural estandariza sus productos (cinematográficos, musicales, literarios, etc.) Producidos y distribuidos como mercancías, los bienes culturales son consumidos como tales y el carácter de ‘masa’ de la cultura así configurada no atiende a la magnitud o a la escala cuantitativa de esos bienes, sino al principio que preside su producción: la irradiación de una cultura media cuyo efecto es el conformismo y la identificación con lo que existe. Si la industria cultural estandariza todos sus valores al imprimirles el carácter de mercancía y neutraliza sus diferencias intrínsecas al arrojarlas al mercado, estandariza y degrada también su modo de consumo. No son las cualidades de los bienes culturales (su valor de uso) las que atraen las expectativas del consumidor, sino el valor de cambio” (Conceptos de sociología literaria, p. 96; el subrayado es mío).
[2] Una de las cuestiones que dificultan una mínima conceptualización crítica de la “literatura independiente” es la relación —asumida muchas veces casi como una obviedad de sentido común— que suele establecerse con el “vanguardismo”; que aquellos que pretenden  hacer coincidir ambos términos suelan regocijarse “haciendo antiliteratura antes de haber aprendido a hacer literatura”, es apenas un dato accesorio: el verdadero inconveniente resulta de considerar como una característica intrínseca a la literatura independiente algo que no es más que una torpe (y pobre) exigencia externa.
[3] Como señala Juan José Saer acerca de quienes pretenden utilizar a Roberto Arlt como justificativo de la inepcia y de la ignorancia: “Escribir mal sería una virtud de quien éticamente es superior, por una especie de vitalismo redentor, a todos aquellos que, de espaldas a la vida y a la famosa realidad, tratarían de escribir bien”  (El concepto de ficción, p. 90). Derivar de ese vitalismo redentor hacia la figura utópica del “escritor analfabeto” como horizonte de sentido es un movimiento casi inevitable; los resultados, claro, suelen ser menos que ruinosos: la fantasía de una escritura no tocada por la literatura que acosa a muchos “escritores independientes” no hace más que justificar la producción de una abultada masa de textos insignificantes que, renegando de “lo literario”, no pasan de ser mala literatura. Parecería ser que para algunos, así como les resulta natural asumir la equivalencia literatura marginal = literatura independiente, también una escritura mediocre y descuidada se les hace condición necesaria y suficiente para formar parte de lo “independiente”.
[4] Parecido ocurre cuando lo que se propone como bálsamo curativo para la literatura es la política: haciendo pasar su escritura por ese saludable filtro, el escritor se pondría a salvo del temible virus del “esteticismo”. Obviamente, los avatares de la remanida y siempre apasionada discusión acerca de las relaciones entre arte y política exceden los objetivos de este trabajito, aunque podría decirse que, a su modo y desde cierto punto de vista, se inserta tangencialmente en ese debate.
[5] Sin duda, la imagen del “escritor solitario-rechazado-incomprendido” —el decimonónico “poeta maldito”—, es unos de los mitos fundadores, aunque ya considerablemente deslavado y trivializado, que todavía articula y da su horizonte —por lo menos de manera subyacente— a muchos de los discursos acerca de la literatura independiente. En mucha menor medida, la tan vapuleada imagen del “escritor comprometido” también sigue jugando su papel articulador en este asunto, desde una perspectiva que suele poner de relieve la dimensión y las implicancias sociales de la escritura, aunque cayendo por lo general en cierto “realismo ingenuo”: el escritor comprometido-independiente como aquel que tiene que reflejar en su obra la injusticia, la explotación, la marginalidad, etc.; menos corriente es que suela definirse como independiente ese subtipo de escritor comprometido que reduce su escritura a la ilustración literaria de alguna ideología redentora.
[6] Es evidente que el —por llamarlo de alguna manera— “nivel de transgresión” de una obra literaria no es suficiente para ubicarla dentro de la literatura independiente. Como señalara, hace ya 40 años, Enrique Pezzoni, en la sociedad capitalista “los ataques contra las pautas del pasado se codifican en convenciones aceptadas sin escándalo por un público aficionado a las audacias del escritor […] La novedad, o más bien la aspiración a la novedad, se impone como un valor per se” (El texto y sus voces, p. 19). A esta altura, me parece que está bastante claro que, más tarde o más temprano, las formas, los estilos, los contenidos considerados transgresores, alternativos o rupturistas son fácilmente estabilizados, asimilados o institucionalizados por las lógicas hegemónicas del campo cultural. A partir del surgimiento mismo de las vanguardias (que de algún modo son el barro primigenio con el que se han amasado las condiciones que nos permiten pensar lo independiente) podríamos resumir esquemáticamente los momentos de esta dialéctica de la siguiente manera:

TRADICIÓN/INSTITUCIÓN - RUPTURA/VANGUARDIA - ASIMILACIÓN/ESTABILIZACIÓN - TRADICIÓN/INSTITUCIÓN
[7] Es lo que denominé más arriba como “fácil y acrítica sobrevaloración de lo marginal por su simple condición de tal”. Sin embargo, y más allá de que lo contrario parezca ser uno de los pre-supuestos vertebrales de estas reflexiones provisorias, habría que atreverse a pensar que “independiente” no tiene porque ser sinónimo de “marginal”. Al mismo tiempo, es claro que lo independiente no puede diferenciarse de lo hegemónico únicamente por utilizar, buscar o construir formas nuevas y alternativas de producción, circulación y apropiación de la literatura: es inevitable que la praxis que implica lo independiente necesariamente tenga implicancias estéticas, tanto a nivel de formas como de contenido, pero éstas serán consecuencias de un proceso, no puntos de partida establecidos a priori como supuesta garantía de “independencia”.


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