por Gonzalo Abrigo
Fuente: Corte irracional
Existe un mito de vasta circulación (alguna vez habría que seguirle la pista y ajusticiar al infame tótem), que cree al narrador poeta fracasado. Cuando un gran poeta hace a la vez impecable prosa o, inversamente, un novelista relevante incursiona con mérito en la poesía, el mito (envidia o insana sospecha) se agota y sólo cabe rendirse, celebrar o, para los soberbios: afirmar que el tipo no es tan bueno en lo uno como en lo otro. Cierto que ni los poemas de Hemingway ni los de Joyce están a la altura de sus novelas (cimas de la literatura, ok: la comparación no es la mejor), pero digamos también que un grueso de poetas que jamás debutarán con un libro de cuentos, no roza ni los callos de la poesía de Saer o John Berger. Mito ligero. Juicio acelerado, impulsivo, como tantos salivados en las bocas de los miembros del –otra fábula monumental, aun más bravucona- mundo literario. Gran novelista igual poeta frustrado, dice la ecuación simple, pero rara vez deduce lo inverso: ningún poeta fue autor de ficción que no cristalizó.
Novela Negra no es prosa aunque pareciera que pudo serlo en algún momento, o que ciertas lecturas fanáticas desembocaron, curiosa e imprevisiblemente, o tal vez fría y calculadamente pero gracias a un poderoso influjo, en poesía. J. P. Barnao publicó su primer libro en una editorial boliviana (Yerba Mala Cartonera, 2008; de prontísima segunda edición corregida Ed. Cinosargo, 2010), la cual, con todas sus precariedades inherentes, ya desde hace buen tiempo ha decidido sacar a flote a un grupo de escritores chilenos y no sólo chilenos, de entre veinte y treinta años, sin opción en las editoriales de sus países de origen: viejo cuento pero qué importa cuando la patria y su noción -a diferencia de varios poetas vistosos del centro-sur-, te tiene sin cuidado. Bien. Eso, como primer ítem de actualidad, ya está demasiado bien.
La estrategia utilizada a primera vista parece simple. Víctima y victimario, patos malos y psicópatas redomados, detectives y prostitutas malogradas, personajes obligados por el género referido, movilizan la analogía con la cosa esa de escribir. Lugar relativamente común, digamos: escribir como crimen, acucioso crimen, enterrar el cuchillo como corregir un verso, cercenar cabezas como suprimir un párrafo o capítulo completo. Aquí la jugada es algo más compleja. Tiene aguante particular. Barnao avanza en ese paralelo como enmascarado del escritor (de poemas o relatos) que profita de observarse en cada “situación literaria” para armar la coartada imperfecta y volcarse a un personal autosabotaje de la experiencia. ¿Qué aparece ahí? Un bruto. Tal cual. Un bruto que protagoniza la infausta producción de literatura en cualquier formato. Un bruto que puede ser el poeta ignorante o el asesino ilustrado. Comparten una cualidad: ambos son dueños de la facultad de ver en perspectiva la propia escena de la fechoría. Y en la mixtura de esa mirada relativamente distante caben: novelas leídas, manuscritos frustrados, personajes investigados para la ficción, los utensilios de la imaginación, crónica roja, monólogos de desalmados célebres, aspiraciones y paranoias del escritor estereotipo, sentimientos caricaturizados que, en su montaje anárquico, a ratos hace parecer que estamos devorando un cómic con una estética harto sórdida, onda Piglia de La ciudad ausente o Ellroy de L.A. Confidential: audaz, certero, rápido, y, por encima de todo, muy entretenido.
¿Qué más? Crimen. Crimen y más crimen pero, por gracia, sin afán aleccionador. La propuesta de Barnao dista de ser un aporte para el cúmulo sociológico (ni mucho menos para el desarrollo forense) de la situación política actual, como no pocas de las intentonas metafóricas que han circulado por ahí, esas que regularmente se empecinan por hacer hablar, como antropólogos-autores (en el mejor de los casos, en el peor: como consejeros municipales), a la marginalidad excluida, a los sin voz, esa diferencia que quiere siempre decirnos algo según ellos, y a la que deberíamos imperiosamente prestar atención para ampliar el horizonte de nuestra vida diaria y de nuestra malograda convivencia. Mejoradores de la humanidad. De la chilenidad. Chao. Novela Negra respeta, insisto, las pautas del género referido, las reglas propias de la novela negra. El crimen es algo importante (es decir, funciona como una relación estructural y un hampa de significados que tiene su sede bien delimitada) y ya está. Pulsión asesina, huinchas amarillas, homicidas y verdugos varios –guatón Romo versión Spoon River incluido-, la escenografía para la carnicería o la escritura, exitosa o fallida, de versos. Ésa la acción. A ratos retorcida. A ratos también cómica. Como una más de esas novelas.
Recordemos brevemente al viejo Wallace Stevens, el ilustre emperador de los helados: ¿hay una imaginación que resiste la presión de alguna molestosa realidad en estos poemas? En la medida en que se distancian de cierta onda reinante, el reino compartido entre poetas ligados a la academia-erudita y poetas ligados a la academia-maldita (pero casi todos alguna vez universitarios, elite transversal) se opone a esa tendencia que, para no pocos, últimamente se ha vuelto sonsonete o fórmula un poquitín farragosa o altamente previsible, ya en su versión barroca-desmedida, ya en su versión neolatina-minimalista-objetivista. Por contraparte, Novela Negra flaquea como imaginación en la medida en que hace metaliteratura, y el dispositivo se vuelve predecible o sin esa certeza quirúrgica que la misma percusión de un revólver puede asestar a un ser vivo. A veces la bala es pasada. La pólvora en varios de los poemas podría ciertamente estar más seca. La buena poesía no falla con el ser vivo (ojo: vivo) que se enfrenta a ella. La poesía a secas es tan letal como vital.
Buen libro debut. Hay cosas no tan pulidas, remodelables, si se quiere. Pero lo importante: búsqueda, genuina; la sensación efectiva de que hay una experiencia ahí tras la bambalina del papel, que se interroga, que está hueviada, desfasada, incómoda. Y como tal: aun desprolija. Hay una prueba de sonido, una afinación en riesgo. No importa. No importa en lo absoluto, todo lo contrario, a menos que tú, remoto lector, te solaces en el mundo académico (erudito o marginal) por siempre jamás, o con buenos monitos menores, auspiciosos pupilos e imitadores (comienza a estar lleno) de la gran poesía anglo de la 1ª y 2ª mitad del siglo pasado (que a varios voló, y en buena hora, la cabeza, sin duda a Barnao también, véase la paráfrasis al “Cántico del sole” o los epitafios onda Lee Master). Entonces te advierto que esto no es para ti. Lo vas a mirar por debajo del hombro. Demás. Pero échale una mirada si tienes tiempo. Aunque sé que no tienes tiempo. Ya, está bien. Cien, no: media docena de disculpas. Como si no fuera suficiente tanto vertedero presente en rededor. Novela Negra me puso un rato así. Gracias Yerba Mala. Vale Cinosargo (¿no se llamaba así el perro del cínico Antístenes, o era el nombre de su aula filosófica?). Mi oscuro optimismo. Bienvenido. Fin. Suficiente.
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