lunes, 13 de julio de 2009

Knut Hamsum: Hambre Fragmento


PRIMERA PARTE

Era el tiempo en que yo vagaba, con el estómago vacío, por Cristianía, esa ciudad singular que nadie puede abandonar sin llevarse impresa su huella...

Estoy acostado en mi buhardilla, no duermo; oigo sonar las seis en un reloj vecino. Hay mucha claridad y la gente comienza a moverse por la escalera. La pared de mi habitación, correspondiente a la puerta, está empapelada con números viejos del Morgenbladet. Puedo ver en ellos distintamente un «aviso» del director de Faros, y un poco a la izquierda, grande y ancho, un anuncio de pan fresco, de Fabian Olsen, panadero.

Abrí por completo los ojos y, siguiendo una inveterada costumbre, me di a pensar si tenía algún motivo de alegría. Ante los apuros de los últimos tiempos, todos mis efectos habían tomado, uno tras otro, el camino de la casa de empeños. Abatido y nervioso, dos o tres veces tuve que guardar cama durante todo el día, a causa de los vahídos que me daban. De vez en vez, cuando la suerte me sonreía, llegaba a cobrar hasta cinco coronas por un artículo en algún periódico.

Avanzaba el día y yo seguía leyendo los anuncios que estaban junto a la puerta; llegaba a distinguir los finos tipos de letra: Mortajas, en casa de la señorita Andersen, a la derecha de la puerta cochera. Oí dar las ocho en el reloj de abajo antes de levantarme para vestirme.

Abrí la ventana y miré. Desde donde estaba veíase una cuerda para tender ropa y un terreno inculto; al final del fuego de una fragua, quedaba un hogar apagado que algunos obreros se disponían a limpiar. Me acodé en la ventana y examiné el cielo. Sin duda se presentaba un día hermoso. Había llegado el otoño, la estación delicada y fresca en la que todas las cosas cambian de color y pasan de la vida a la muerte. En las calles había comenzado ya el ajetreo y el ruido me invitaba a salir. La vacía habitación, cuyo piso ondulaba a cada paso mío, parecía un lúgubre féretro desajustado. La puerta carecía de cerradura segura, y la habitación, de estufa; solía acostarme por la noche sobre mis calcetines para encontrarlos un poco secos al día siguiente. El único objeto con que podía distraerme era una pequeña butaca roja, de báscula, en la que me sentaba por la tarde para soñar en muchas cosas. Cuando el viento era fuerte y las puertas de abajo estaban abiertas, se oía toda clase de extraños silbidos a través del piso y de las paredes. Y allí, cerca de mi puerta, grandes rasgones, tan anchos como una mano, se abrían en el Morgenbladet.

Me incorporé, fui al rincón de la cama a inspeccionar un paquete, en busca de algún alimento para desayunarme; pero no encontré nada y volví a la ventana.

«¡Dios sabe -pensé- si todo esto me servirá para buscar una colocación!» Estas múltiples repulsas, estas vagas promesas, estos «no» secos, estas esperanzas tan pronto nacidas como desvanecidas, estas nuevas tentativas que a cada instante se convertían en nada, habían consumido mi animosidad. últimamente había solicitado una plaza de auxiliar de caja, pero llegué tarde; por otra parte, no podía prestar la fianza de cincuenta coronas. Siempre encontraba algún obstáculo. También me había presentado en el cuerpo de bomberos. Estábamos en el patio unos cincuenta hombres, sacando el pecho para dar una impresión de fuerza y de gran intrepidez. Un inspector examinaba a los pretendientes, les tentaba los brazos y les hacía preguntas. Pasó ante mí completamente erguido y se contentó con decirme, moviendo la cabeza, que quedaba rechazado a causa de mis gafas. Me presenté por segunda vez, sin gafas, tenía los párpados fruncidos, los ojos agudos como cuchillos, y nuevamente pasó el hombre completamente erguido ante mí, sonriendo..., debió reconocerme. Lo peor de todo era que mi traje estaba tan deteriorado que ya no podía presentarme en ningún sitio en forma conveniente.

¡Con qué regularidad, con qué movimiento uniforme, había bajado la pendiente! Me hallaba privado absolutamente de todo, ni siquiera me quedaba un peine, ni un libro que leer cuando la vida se me hacía triste. Durante todo el verano rodé por los cementerios o por el Parque del Castillo, o me sentaba y hacía artículos para los periódicos, cuartilla tras cuartilla, sobre las cosas más diversas: invenciones extrañas, caprichos, fantasías de mi agitado cerebro. En mi desesperación elegía a menudo los temas más inactuales, que me costaban largas horas de esfuerzo y que nunca se aceptaban. Al terminar uno de ellos, preparaba otro y rara vez me dejaba descorazonar por el «no» de un redactor jefe; yo me repetía sin cesar que algún día triunfaría. Y, en efecto, cuando estaba inspirado y cuidaba mi artículo, llegaba a veces a cobrar cinco coronas por el trabajo de una tarde.

Nuevamente me incorporé, abandoné la ventana, fui a la silla que me servía de lavabo y humedecí con un poco de agua las relucientes rodilleras de mi pantalón para ennegrecerlas y darles aspecto más nuevo. Hecho esto, metí, como de costumbre, cuartillas y un lapicero en mi bolsillo y salí. Me deslicé silenciosamente hasta el pie de la escalera para no llamar la atención de mi patrona; hacía varios días que debía haberle pagado y no me quedaba nada con qué saldarla.
Eran las nueve. El ruido de los coches y de las voces llenaba el ambiente; inmenso coro matinal en el que se fundían los pasos de los peatones y los chasquidos de las fustas de los cocheros. El turbulento tráfico que reinaba en todas partes me devolvió bien pronto la energía y empecé a sentirme cada vez más contento. Nada estaba más lejos de mi idea que un simple paseo en la fresca mañana. ¿Qué les importaba el aire a mis pulmones? Era fuerte como un gigante y hubiera podido detener un coche con un hombro. Se había apoderado de mí un sentimiento suave y extraño: el sentimiento de aquella alegre indiferencia. Observaba las gentes que se cruzaban conmigo o que yo dejaba atrás, y marchaba, leyendo los carteles que había en las paredes, recogiendo la impresión de que me lanzaban una mirada desde un tranvía en marcha, dejándome impresionar por cosas nimias, por las más pequeñas contingencias que encontraba en mi camino y desaparecían.

¡Si tuviera algo que comer en día tan hermoso! Me subyugaba la impresión de la alegre mañana; era incapaz de refrenar mi alegría y estaba tan contento que me puse a canturrear sin ningún motivo. Ante una carnicería estaba parada una mujer con la cesta al brazo, pensando en las salchichas para su almuerzo; al pasar junto a ella me miró. No tenía más que un diente en la parte superior. Nervioso y fácilmente impresionable como yo estaba en aquellos últimos días, el rostro de la mujer me produjo una repentina sensación de desagrado. Su gran diente amarillo parecía un pequeño dedo que salía de la mandíbula, y sus ojos estaban todavía llenos de salchichas cuando los dirigió hacia mí. De repente perdí el apetito y se me levantó el estómago. Al llegar al Mercado de la Carne, me dirigí a la fuente y bebí un poco de agua; levanté la vista... Eran las diez en el reloj de El Salvador. Seguí callejeando sin inquietarme por nada; me paré sin necesidad en una esquina, cambié de dirección y entré en una calle lateral en la que nada tenía que hacer. Dejaba pasar el tiempo, vagando en la alegre mañana, entreteniendo mi apatía aquí y allá, entre los demás dichosos mortales. La atmósfera estaba transparente y en mi alma no había ninguna sombra.

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