LA DESPEDIDA
¿Y qué será, Nathalie, de nosotros. Tú en mi
memoria, yo en la tuya como esos pobres
amantes que mientras se buscaban
de una ciudad a otra, llegaron a morir
—complacencias del narrador omnividente, tristezas
de su ingenio— justo en la misma pieza
de un hotel miserable
pero en distintas épocas del año?
Absurdo todo pensamiento, toda memoria
prematura
y particularmente dudosa
cualquier lamentación en nuestro caso;
es por una deformación profesional que me permito
este falso aullido
ávido y cauteloso a un mismo tiempo. «Todo es
triste —me escribes— y confuso,
y yo quisiera olvidarlo todo». Pero te das incluso,
entre paréntesis
el lujo de cobrarme una pequeña deuda y la palabra
adiós se diría que suena
de un modo estrictamente razonable.
El amor no perdona a los que juegan con él. No
tenemos perdón del amor, Nathalie
a pesar de tu tono razonable
y este último zumbido de la ironía, atrapada en
sí misma,
como una cigarra por los niños.
El viento nos devuelve, a ti en Bonnieux
a mí en un París que a cada instante rompe, contra
toda expectativa,
sus vagas relaciones lluviosas con el sol,
el peso exacto de nuestras palabras de las que
hicimos un mal gasto al cambiarlas por
moneda liviana, pequeñísima,
y este negocio de vivir al día no era más que,
a lo lejos, una bonita fachada
con angustiados gitanos en la trastienda.
El viento al que jugamos Nathalie, mientras
soplaba del lado de lo real, en la Camargue,
nos devuelve
—extramuros de la memoria, allí donde el mar brilla
por su ausencia
y no hay modo de estar realmente desnudo—
palmerales roídos por la arena, el sibilino rumor
de una desolación con ecos
de voces agrias que se confunden con las nuestras.
Es la canción de los gitanos, forzados
a un nuevo exilio por los caminos de Provenza
bajo ese sol del viento que se ríe a mandíbula
batiente del verano y sus pequeños negocios.
Son historias, también tristemente confusas. La
diferencia está en que nosotros bajamos
desde el primer momento el diapasón de la nuestra;
sí, gente civilizada. . . guardando, claro está,
las debidas distancias
—mi desventaja, Nathalie— entre tu tribu y la mía.
Pero Lulú es testigo del Tarot; Lulú que parece
haber nacido bajo todos los signos
del zodíaco,
antes hada madrina que rigurosa vidente,
ella lo sabe todo a ciencia incierta, tu amiga.
Nada con los romanos y sus res gestae; el porvenir
se lee bajo la inspiración
de los aerolitos, en la mano misma;
entre griegos no hay líneas decisivas; una muerte que
dice, únicamente ella,
la última palabra de lo que un hombre fue; y el
temblor en las manos, Nathalie,
el brillo o la humedad en los ojos, el deseo.
Publicado en: Poeta Enrique Lihn
2 comentarios:
guaaa!! me encanta el blog, siempre encuentro poemas preciosos
Una segunda parte de este poema, no lo hallé en la Internet por lo que lo transcribí.
Desenlace
"¿Que será de nosotros?", te obstinabas en que yo hiciera prenda de esta absurda pregunta
para seguridad de un reencuentro incierto.
El tren, el mar, el tren, una misma insistencia.
"¿Que será de nosotros?", decías, y pensabas: "porque es el cansancio ¿lo confieso?" "Pensar -cuando hago el amor- en platos sucios, en un baile al que no pude ir, quien sabe cuándo".
Y esa pregunta, arrojada al vacío, parecía removerlo, trasluciéndose en él
una constelación de fondos de agua turbia, crueles imágenes
que ilustraban un adiós teatralmente perfecto.
El desenlace real sobrevino, como siempre, con espantosa naturalidad.
Pero allí donde esa pregunta arrojaba su luz, y éramos una sombra de lo que íbamos a ser,
Hacíamos nuestra vida separada en común como esos personajes que en una misma novela permanecen unidos bajo la doble vista prolija del autor
oculta -y nos parece familiar- vagamente paternal o vagamente sádica.
Unidos: aquí él, allá, dos países, un cielo nublado de cenizas por que ante todo es prudente, necesario existir.
Nosotros, en esta palabra llena de artificio que siempre vuelve a significar tu y yo
el corazón prendido a un amor residual succionaba las hierbas de una tizana fría
el zumo amargo mezclado con gránulos de azúcar.
Debíamos mantener el fuego de la discordia -sus lenguas viperinas- abierto los ojos de las brazas cuya expresión endulza la ceniza, diciéndonos: "Eso es, eso es. Así se llega lejos por el camino del fuego".
Había que reunir material inflamable, busqué una noche de algas en la playa
como en un pozo ciego del calor de la luna. Algo debía faltar, en cualquier caso: llamas para ahuyentar a los buenos sueños.
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