jueves, 5 de febrero de 2009

POR ALGO SOMOS DESCONFIADOS


POR ALGO SOMOS DESCONFIADOS

¿De qué modo debe vivir el hombre para no ser engañado? ¿Qué normas deben regir la vida de la gente, para no descender a situaciones de las cuales no se sube nunca?
Me he hecho a mi mismo estas preguntas que pienso deben interesarle a muchos lectores porque ayer he sido testigo de una escena singular. Un amigo descubrió que hacía mucho tiempo que una persona, en la que tenía fe, le engañaba.
Días pasados, también, otro amigo me comunicó una infidelidad de la que había sido víctima, por confiar. Y así, a medida que se va viviendo, no hacemos nada más que observar sucesos que dan al traste con nuestras ilusiones. Y no hace mucho escuché a una criatura que tomándose las sienes con las manos decía, desalentada:
-Pero, ¿en quien se puede creer, entonces?
¡Qué linda y triste pregunta esta! ¿En quién se puede creer?
Yo, a trueque de pasar por cínico, diré que no se puede creer en nadie.

El Bosque

La vida en los pueblos de campo es simple y casi exenta de complicaciones. La ciudad, en cambio, es una especie de bosque de mampostería donde en cada caverna está escondida la fiera que acecha la presa.
La mayoría de los hombres y las mujeres, viven sin nobleza, sin sentido de la dignidad, sin ideales. Viven únicamente a merced de los sentidos, que los arrastran como los vientos a las nubes ligeras. Hoy en una dirección, mañana en otra. Se vive sin piedad.
Escribí una vez que, en esta época, a nosotros, los hombres, nos había tocado asistir al crepúsculo de la compasión. Esa es la verdad. Se vive con más fiereza que las mismas fieras, desalmadamente, cínicamente. ¿Mal del siglo? ¡Macanas! Yo creo que este es el siglo de las frases. Toda alma sensible, en realidad, se encuentra afrentada a este único problema: ¿En quién se puede creer? ¿En quién se va a creer?
Y lo cierto es que no se puede creer en nadie. Escribo y voy pensando en confesiones que he escuchado, y tan graves que, de poder disponer de ellas, las utilizaría para componer notas que interesarían a todos.
De pie queda el único problema que atañe a todos: ¿En quién se puede creer?

Del conocimiento

Creo que en las escuelas enseñan un montón de cosas superfluas e innecesarias; y creo, también, que determinadas formas de vivir han sido olvidadas por casi todos los que se encuentran encarados a un grave problema.
Uno tropieza con montones de personas inteligentes; pero todas estas personas inteligentes carecen del don de la observación. No analizan, no piensan. Lo que ellas toman por verdad absoluta es la costumbre de una idea que se han hecho acerca de una cosa. Así, uno, más de una vez oye decir de una persona: "¡Ah! ¡Fulano es muy bueno!" Se dice que Fulano es muy bueno porque no roba, ni mata, ni aparentemente vive como un desorbitado. Pero comience usted a analizar al "fulano muy bueno"; tome todos los detalles que permiten apreciar el género de sus ideas y las bases que las inspiran, y de pronto verá como Fulano se desmorona lentísimamente, asistirá casi con asombro, al desmembramiento de una personalidad que consideraba buena, y la bondad queda reemplazada por la superfluidad, la ligereza, la inconsistencia del juicio; y entonces, créame, esa persona no es buena.
Y no es buena porque en ella no existen elementos que puedan ofrecer una resistencia al mal. Es decir, entonces, que habría espíritus malos, otros neutros (es decir, que en cualquier oportunidad pueden convertirse en malos) y otros buenos; aquellos que ofrecerían un dique a lo condenable.
Ahora lo que ocurre es que la mayoría de los hombres tienen espíritus neutros. Están a merced de cualquier viento. Si no caen, es de casualidad, o por miedo.

No creo

Decía Oscar Wilde, en su carta-libro a sir Douglas, que el vicio más grave que conocía era la ligereza. Y que no había "vicio ligero".
Cuando por primera vez leí esta frase del escritor encarcelado, me dije que era muy bonita. Sólo más tarde he comprendido que era demasiado verdadera y que, en realidad, no hay vicios ligeros; que no es necesario un incendio para hacer estallar un polvorín, sino sólo una chispa; y que en la vida, las cosas extraordinarias que servirían para dar el quilate de un espíritu escasean de tal modo, que al hombre sólo se le podrá juzgar bien por una pequeña ligereza. Y que el juicio que se había hecho sobre una cosa superflua era el verdadero aunque nos doliera reconocerlo. De modo que yo me siento dispuesto a afirmar, categóricamente, que debe desconfiarse en absoluto de todo aquel ser humano que no ofrezca una solidez de vida en consonancia con sus ideas. Cuando estemos junto a alguien que nos ha dado muestras de inconstancia, de parcialidad en cualquier juicio, de egoismo, de "que se me importa", desconfiemos. Los hechos posteriores pueden negarnos lo que dedujimos, pero llega un momento que es fundamental en nuestra vida, y, de pronto, la vida falla. Entonces es cuando nos quejamos y decimos: "Me lo decía el corazón".
¿De qué modo hay que vivir, entonces? Creo que hace dos siglos se podía vivir de otra forma, hoy... Hoy viva usted siempre a la expectativa. Camine por el mundo observando a sus semejantes como un espectáculo, verá todas las viejas novedades que descubre. ¿No es triste y desagradable vivir así? ¿Que de ese modo el más puro placer se agria? Es cierto; pero acuérdese que la naturaleza humana es así, y que no hay fuerza que pueda cambiarla. Por eso es que en los hombres y las mujeres que han vivido mucho, encontramos esa sonrisa triste, resignada, escéptica. Los años les han enseñado a no creer en nada. Es horrible. Pero es así.

Domingo 11 de agosto de 1929.

Fuente: "Las aguafuertes porteñas de Roberto Arlt", publicadas en "El Mundo", Recopilación de DANIEL C. SCROGGINS-
Ediciones Culturales Argentinas, Buenos Aires, 1981.



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