Jorge Luis Borges
Laberinto
No habrá nunca una puerta. Estás adentro
Y el alcázar abarca el universo
Y no tiene ni anverso ni reverso
Ni externo muro ni secreto centro.
No esperes que el rigor de tu camino
Que tercamente se bifurca en otro,
Que tercamente se bifurca en otro,
Tendrá fin. Es de hierro tu destino
Como tu juez. No aguardes la embestida
Del toro que es un hombre y cuya extraña
Forma plural da horror a la maraña
De interminable piedra entretejida.
No existe. Nada esperes. Ni siquiera
En el negro crepúsculo la fiera.
(De «Elogio de la sombra»)
El laberinto
Zeus no podría desatar las redes
de piedra que me cercan. He olvidado
los hombres que antes fui; sigo el odiado
camino de monótonas paredes
que es mi destino. Rectas galerías
que se curvan en círculos secretos
al cabo de los años. Parapetos
que ha agrietado la usura de los días.
En el pálido polvo he descifrado
rastros que temo. El aire me ha traído
en las cóncavas tardes un bramido
o el eco de un bramido desolado.
Sé que en la sombra hay Otro, cuya suerte
es fatigar las largas soledades
que tejen y destejen este Hades
y ansiar mi sangre y devorar mi muerte.
Nos buscamos los dos. Ojalá fuera
éste el último día de la espera.
El guardián de los libros
Ahí están los jardines, los templos y la justificación de los templos,
La recta música y las rectas palabras,
Los sesenta y cuatro hexagramas,
Los ritos que son la única sabiduría
Que otorga el Firmamento a los hombres,
El decoro de aquel emperador
Cuya serenidad fue reflejada por el mundo, su espejo,
De suerte que los campos daban sus frutos
Y los torrentes respetaban sus márgenes,
El unicornio herido que regresa para marcar el fin,
Las secretas leyes eternas,
El concierto del orbe;
Esas cosas o su memoria están en los libros
Que custodio en la torre.
Los tártaros vinieron del Norte
En crinados potros pequeños;
Aniquilaron los ejércitos
Que el Hijo del Cielo mandó para castigar su impiedad,
Erigieron pirámides de fuego y cortaron gargantas,
Mataron al perverso y al justo,
Mataron al esclavo encadenado que vigila la puerta,
Usaron y olvidaron a las mujeres
Y siguieron al Sur,
Inocentes como animales de presa,
Crueles como cuchillos.
En el alba dudosa
El padre de mi padre salvó los libros.
Aquí están en la torre donde yazgo,
Recordando los días que fueron de otros,
Los ajenos y antiguos.
En mis ojos no hay días. Los anaqueles
Están muy altos y no los alcanzan mis años.
Leguas de polvo y sueño cercan la torre.
¿A qué engañarme?
La verdad es que nunca he sabido leer,
Pero me consuelo pensando
Que lo imaginado y lo pasado ya son lo mismo
Para un hombre que ha sido
Y que contempla lo que fue la ciudad
Y ahora vuelve a ser el desierto.
¿Qué me impide soñar que alguna vez
Descifré la sabiduría
Y dibujé con aplicada mano los símbolos?
Mi nombre es Hsiang. Soy el que custodia los libros,
Que acaso son los últimos,
Porque nada sabemos del Imperio
Y del Hijo del Cielo.
Ahí están en los altos anaqueles,
Cercanos y lejanos a un tiempo,
Secretos y visibles como los astros.
Ahí están los jardines, los templos.
Elogio de la sombra
La vejez (tal es el nombre que los otros le dan)
puede ser el tiempo de nuestra dicha.
El animal ha muerto o casi ha muerto.
Quedan el hombre y su alma.
Vivo entre formas luminosas y vagas
que no son aún la tiniebla.
Buenos Aires,
que antes se desgarraba en arrabales
hacia la llanura incesante,
ha vuelto a ser la Recoleta, el Retiro,
las borrosas calles del Once
y las precarias casas viejas
que aún llamamos el Sur.
Siempre en mi vida fueron demasiadas las cosas;
Demócrito de Abdera se arrancó los ojos para pensar;
el tiempo ha sido mi Demócrito.
Esta penumbra es lenta y no duele;
fluye por un manso declive
y se parece a la eternidad.
Mis amigos no tienen cara,
las mujeres son lo que fueron hace ya tantos años,
las esquinas pueden ser otras,
no hay letras en las páginas de los libros.
Todo esto debería atemorizarme,
pero es una dulzura, un regreso.
De las generaciones de los textos que hay en la tierra
sólo habré leído unos pocos,
los que sigo leyendo en la memoria,
leyendo y transformando.
Del Sur, del Este, del Oeste, del Norte,
convergen los caminos que me han traído
a mi secreto centro.
Esos caminos fueron ecos y pasos,
mujeres, hombres, agonías, resurrecciones,
días y noches,
entresueños y sueños,
cada ínfimo instante del ayer
y de los ayeres del mundo,
la firme espada del danés y la luna del persa,
los actos de los muertos,
el compartido amor, las palabras,
Emerson y la nieve y tantas cosas.
Ahora puedo olvidarlas. Llego a mi centro,
a mi álgebra y mi clave
a mi espejo.
Pronto sabré quién soy.
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